Memoria de la Guerra Civil española
”La Guerra Civil española llegó a ser recordada y sigue siendo recordada por quienes fueron jóvenes en la época como la indeleble memoria robacorazones de un primer amor grande y perdido. No es éste el caso en España, en donde todos experimentaron el trágico, mortífero y complejo impacto de la Guerra Civil, obscurecido y asordinado por la mitología y la manipulación del régimen impuesto por los vencedores. Sin embargo, al crear la memoria mundial de la Guerra Civil española, la pluma, el pincel y la cámara empuñados en favor de los vencidos probaron ser más poderosos que la espada y el poder de los vencedores”
La película Casablanca (1942) se ha convertido en icono permanente de cierta cultura educada, al menos entre las generaciones viejas. El reparto todavía resultará familiar, espero: Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Peter Lorre, Sydney Greenstreet, Marcel Dalio, Conrad Veidt, Claude Rains. Sus locuciones se han hecho parte de nuestro discurso, como las siempre mal citadas: “Tócala otra vez, Sam” o “Detenga a los sospechosos habituales”. Si dejamos de lado el asunto amoroso de base, se trata de una película sobre las relaciones entre la Guerra Civil española y la política general de ese extraño pero decisivo período en la historia del siglo XX, la era de Adolf Hitler. Rick, el héroe, había luchado con los republicanos en la Guerra Civil española. Sale de ella derrotado y cínico en su café marroquí, y la película termina con su regreso a la lucha en la II Guerra Mundial. En suma: Casablanca versa sobre la movilización del antifascismo en los años 30. Y quienes se movilizaron contra el fascismo antes que muchos otros, y de modo superlativamente apasionado, fueron intelectuales occidentales.
Hoy puede verse la Guerra Civil, la contribución de España a la historia trágica de ése, el más brutal de los siglos, en su contexto histórico. No fue, como pretendiera el neoliberal François Furet, una guerra entre la ultraderecha y el Komintern –un punto de vista compartido, desde un ángulo trotskista sectario, por la importante película Tierra y Libertad de Ken Loach (1995)—. La única elección era entre dos lados, y la opinión liberal-democrática eligió abrumadoramente el antifascismo. De ahí que, preguntados en 1939 de quién estaban a favor en una guerra entre Rusia y Alemania, el 83% de los norteamericanos manifestaran desear la victoria rusa. La de España fue una guerra contra Franco, es decir, contra las fuerzas del fascismo con las que Franco estaba alineado, y el 87% de los norteamericanos estaba a favor de la República. El caso es que, a diferencia de lo acontecido en la II Guerra Mundial, aquí ganó el lado equivocado. Pero si esta vez la historia no la escribieron los vencedores, ello se debe en gran medida a los intelectuales, los artistas y los escritores que se movilizaron masivamente a favor de la República.
La Guerra Civil española estuvo a la vez en el centro y en la periferia de la era del antifascismo. Fue central, porque enseguida se vio como una guerra europea entre el fascismo y el antifascismo, casi como la primera batalla de la guerra mundial venidera, anticipando algunos de los aspectos característicos de ésta, como las incursiones aéreas contra la población civil. Pero España no tomó parte en la II Guerra Mundial. La victoria de Franco no guardó relación con el colapso de Francia en 1940, y la experiencia de las fuerzas armadas republicanas no fue relevante en los posteriores movimientos de resistencia en tiempo de guerra, aun a pesar de que éstos se nutrieran en buena parte en Francia de republicanos españoles refugiados y de que antiguos brigadistas internacionales jugaran un papel decisivo en los movimientos de resistencia en otros países.
Para situar la Guerra Civil española en el contexto general de la era antifascista, hay que tener presente tanto el fracaso a la hora de resistir al fascismo, como el desapoderado éxito de la movilización antifascista entre los intelectuales europeos. Me refiero no sólo al éxito del expansionismo fascista y al fracaso de las fuerzas avaladoras de la paz en su intento de detener la venida aparentemente ineluctable de otra guerra mundial. Recuerdo también el fracaso de sus oponentes en punto a cambiar el estado de la opinión pública. Las únicas regiones que experimentaron un genuino giro político a la izquierda tras la Gran Depresión fueron Escandinavia y la América del Norte. El grueso de la Europa central y meridional estaba ya bajo gobiernos autoritarios o a punto de caer en sus manos, pero hasta donde podemos juzgar por datos electorales fragmentarios, la tendencia en Hungría y en Rusia, por no hablar de la diáspora alemana, era a la derecha. Por otro lado, la victoria del Frente Popular en Francia fue un desplazamiento dentro de la izquierda francesa, no un desplazamiento de la opinión pública hacia la izquierda. Las elecciones de 1936 dieron a la amalgama de radicales, socialistas y comunistas un escaso 1% más de votos que las de 1932.
Y sin embargo, si reconstruyo bien a partir de mi memoria personal las percepciones de esa generación, mi generación de la izquierda, fuéramos o no intelectuales, no nos veíamos a nosotros mismos como a una minoría en retroceso. No pensábamos que el fascismo continuaría ineluctablemente su avance. Estábamos seguros de estar a las puertas de un mundo nuevo. Dada la lógica de la unidad antifascista, sólo el fracaso de los gobiernos y de los partidos progresistas para unirse contra el fascismo contaba a la hora de explicar nuestro rimero de derrotas.
Eso ayuda a entender la desapodera deriva hacia el comunismo entre quienes se hallaban ya en la izquierda. Pero ayuda también a entender nuestra confianza como jóvenes intelectuales, pues ese grupo social se movilizó de modo superlativamente fácil, y aun desproporcionado, contra el fascismo. La razón es obvia. El fascismo –incluso el fascismo italiano— se oponía por principio a las causas que definían y movilizaban a los intelectuales como tales, es decir: a los valores de la Ilustración y a las Revoluciones Americana y Francesa. Salvo en Alemania, con sus robustas escuelas de teorías críticas contra el liberalismo, no había un cuerpo significativo de intelectuales laicos que no pertenecieran a esa tradición. La Iglesia Romana Católica contaba con muy pocos intelectuales eminentes conocidos y respetados fuera de sus propias filas.
Yo no niego que en algunos campos, sobre todo en literatura, algunas de las figuras más distinguidas se hallaran claramente en la derecha –TS Eliot, Knut Hamsun, Ezra Pound, WB Yeats, Paul Claudel, Céline, Evelyn Waugh—, pero incluso en la legión literaria, la derecha políticamente consciente constituía un modesto regimiento en los años 30, excepto tal vez en Francia. Una vez más, eso se hizo patente en 1936. Los escritores norteamericanos, aceptaran o no la neutralidad de EEUU, se oponían en masa a Franco, y Hollywood más aún. De los escritores británicos encuestados, cinco (Waugh, Eleanor Smith y Edmund Blunden entre ellos) se declararon favorables a los nacionalistas, 16 eran neutrales (incluidos Eliot, Charles Morgan, Pound, Alec Waugh, Sean O'Faolain, HG Wells y Vita Sackville-West) y 106 estaban a favor de la República, muchos de ellos de manera apasionada. En lo que hace a España, no ofrece duda con quién estaban los poetas de lengua castellana –los que ahora se siguen recordando—: García Lorca, los hermanos Machado, Alberti, Miguel Hernández, Neruda, Vallejo, Guillén.
El sesgo operó ya contra el fascismo italiano, aun a pesar de que éste carecía de dos características que contribuían a la impopularidad entre los intelectuales: el racismo (hasta 1938) y el odio al modernismo en las artes. El fascismo italiano no perdió el apoyo de los intelectuales, salvo el de quienes estuvieran ya en posiciones de izquierda en 1922, hasta la Guerra Civil española. Parece que, con raras excepciones, los escritores italianos –en marcado contraste con lo que ocurrió en Alemania— no emigraron durante el fascismo. Pero 1936 es un punto de inflexión en la historia cultural y política italiana. Tal vez sea esa la razón de que la Guerra Civil española haya dejado pocas huellas en las bellas letras italianas, a no ser retrospectivamente. Quienes escribieron sobre ella fueron activistas emigrados: los Rossellis, Pacciardi, Nenni, Longo, Togliatti. En cambio, el antifascismo intelectual se activó contra Alemania desde el momento mismo en que Hitler tomó el poder, hizo autos de fe con los libros que figuraban en el índice de la ideología nazi y desencadenó una oleada de emigrantes ideológicos y raciales.
Las reacciones a la Guerra Civil española tanto de los intelectuales como de la izquierda movilizada fueron espontáneas y masivas. Aquí, al menos, el avance del fascismo era resistido con las armas. Decisivo, ciertamente, fue el llamamiento a la resistencia armada, el ser capaces de combatir, no meramente de debatir. WH Auden, solicitado que fue para ir a España por el valor propagandístico de su nombre, escribió a un amigo: “Seré con toda probabilidad un soldado condenadamente malo. ¿Pero cómo escribir para ellos sin serlo?”. Creo que se puede decir sin yerro que el grueso de los estudiantes británicos más conscientes políticamente de mi edad sentían que debían luchar en España y tenían mala consciencia si no lo hacían. La extraordinaria oleada de voluntarios que fueron a luchar por la República es, creo, única en el siglo XX. La cifra más fiable del volumen del cuerpo de voluntarios extranjeros que fueron a luchar por la República está en torno de los 35.000.
Formaban un haz variopinto por su procedencia social, cultural y personal. Y sin embargo, como dijera uno de ellos, el poeta inglés Laurie Lee: “Yo creo que compartíamos algo más, algo única y exclusivamente nuestro en aquel tiempo: la oportunidad, que nunca más volvería a presentarse, de hacer un gesto grande y expedito de sacrificio personal y de fe... pocos sabíamos que íbamos a una guerra de obsoletos fusiles y atascados cañones dirigida por amateurs tan valientes como aturdidos. Mas por el momento no había medias verdades ni vacilaciones; habíamos encontrado una nueva libertad, casi una nueva moralidad, y habíamos descubierto un nuevo satanofascismo.”
Yo no digo que las brigadas estuvieran compuestas de intelectuales, aun cuando alistarse voluntario para España, a diferencia de apuntarse a la Legión Extranjera francesa, entrañaba un grado de consciencia política y, desde luego, un conocimiento del mundo que el grueso de los trabajadores no politizados no poseía. Para la mayoría de ellos, salvo para los procedentes de la vecina Francia, España era terra incognita, a lo sumo un perfil en un atlas escolar. Sabemos que el cuerpo más grande de brigadistas internacionales, el francés (un poco menos de 9.000) procedía abrumadoramente de la clase obrera –92%— e incluía no más de un 1% de estudiantes y miembros de profesiones liberales, prácticamente todos comunistas. Dadas sus calificaciones técnicas, el grueso de ellos se empleó de hecho detrás de las líneas de frente. No obstante, dentro o fuera de las Brigadas, el compromiso, a veces el compromiso práctico, de los intelectuales está fuera de duda. Los escritores no sólo apoyaban a España con dinero, discursos y firmas, sino que escribieron sobre lo que allí ocurría, como Hemingway, Malraux, Bernanos y prácticamente toda la generación de jóvenes poetas británicos (Auden, Spender, Day Lewis, MacNeice). España fue la experiencia central de sus vidas entre 1936 y 1939, aun si después la perdieran de vista.
Tal fue manifiestamente el caso en mis días de estudiante en Cambridge entre 1936 y 1939. No es sólo que la Guerra de España convirtiera a jóvenes de ambos sexos en gentes de izquierda, sino que nos inspiraba el ejemplo de quienes fueron a España a combatir. Cualquiera que entrara en la habitación de estudiantes socialistas o comunistas en el Cambridge de aquellos días podía estar seguro de encontrarse allí con la fotografía de John Cornford, intelectual, poeta y dirigente de la organización estudiantil del Partido Comunista, que había caído en combate en España el día en que cumplía 21 años, en diciembre de 1936. Lo mismo que la familiar foto del Che Guevara, era una imagen potente, icónica: pero nos era más cercana, y, colgada de nuestras paredes, recordaba diariamente por qué estábamos luchando. El caso es que pocos estudiantes fueron a luchar a España luego de que el Partido Comunista de Gran Bretaña decidiera desaconsejar a los universitarios sin especial preparación militar el alistamiento voluntario. Muchos de los que combatieron se sumaron a las fuerzas republicanas antes de que el partido fijara esa política. Sin embargo, los brigadistas internacionales británicos incorporaron a un número significativos de intelectuales de talento, bastantes de los cuales cayeron en combate. Hasta donde soy consciente, ninguno de los supervivientes ha expresado jamás arrepentimiento por su decisión de ir a combatir.
Las polémicas entre los perdedores de la Guerra Civil, a veces malignas, no han cesado desde 1939. No fue así mientras la Guerra estuvo viva, a pesar de que incidentes como la prohibición del disidente POUM y el asesinato de su dirigente Andrés Nin provocaron protestas internacionales.
Es obvio que un buen número de voluntarios extranjeros llegados a España, intelectuales o no, quedaron impresionados por lo que allí se veía, por el sufrimiento y la atrocidad, por el carácter implacable de la conducción de la guerra, por la brutalidad y la burocracia en el propio lado, o –en la medida en que se percataran de ello— por las intrigas y los enfeudamientos dentro de la República, por el comportamiento de los rusos y por tantas otras cosas.
También aquí la polémica entre los comunistas y sus adversarios siguió ininterrumpida. Y sin embargo, durante la guerra, quienes dudaban permanecieron silenciosos luego de abandonar España. No querían prestar ayuda a los enemigos de la gran causa. Tras su regreso, Simone Weil, aun si manifiestamente decepcionada, no dijo palabra.
Auden no escribió nada, aunque modificó su gran poema de 1937, “Spain”, en 1939, y rechazó su republicación en 1950.
Confrontado con el terror estaliniano, Louis Fischer, un periodista estrechamente vinculado a Moscú, denunció sus lealtades pasadas, pero se cuidó muy mucho hacerlo mientras su gesto pudiera dañar a la República española.
La excepción confirma la regla: el Homenaje a Cataluña de George Orwell. Se lo rechazó su editor habitual, Victor Gollancz, "en la creencia, compartida por tantas gentes de izquierda, de que todo debe sacrificarse en aras a preservar un frente común contra el ascenso del fascismo”. La misma razón le dio Kingsley Martin, editor del influyente semanario New Statesman & Nation, para rechazar una reseña crítica del libro. Representaban los puntos de vista abrumadoramente predominantes en la izquierda. Orwell mismo admitió tras su regreso de España que “mucha gente me ha dicho con distintos grados de franqueza que no se debe contar la verdad de lo que está sucediendo en España y del papel desempeñado allí por el Partido Comunista, porque hacerlo predispondría a la opinión pública contra el gobierno español, y así, ayudaría a Franco". En realidad, el mismo Orwell reconoció en carta a un reseñista amigo que “lo que dices respecto a no dejar que los fascistas dispongan de las disensiones entre nosotros es muy cierto”. Más aún: el público no mostró el menor interés en el libro. Se publicó en 1938, con una tirada de 1.500 ejemplares, y se vendió tan poco, que cuando, 13 años después, fue reeditado la primera edición aún no estaba agotada. Sólo en la era de la Guerra Fría dejó Orwell de ser una figura embarazosa y marginal.
Huelga decir que las polémicas póstumas sobre la Guerra Civil española son legítimas, y a decir verdad, esenciales. Pero sólo si logramos separar el debate sobre cuestiones reales del parti pris políticamente sectario, de la propaganda de la Guerra Fría y de la pura ignorancia de un pasado olvidado. La cuestión principal que planteó la Guerra Civil española fue, y sigue siendo, cómo se relacionaban la revolución social y la guerra en el lado republicano. La Guerra Civil española fue, o empezó siendo, ambas cosas. Nació de la resistencia de un gobierno legítimo, con ayuda de la movilización popular, contra un golpe militar parcialmente exitoso; y, en zonas importantes de España, de la transformación espontánea de la movilización en revolución social. Una guerra seria dirigida por un gobierno precisa de estructura, disciplina y un grado de centralización. Lo que caracteriza a las revoluciones sociales como la de 1936 es la iniciativa local, la espontaneidad y la independencia o aun la resistencia frente a la autoridad superior. Y eso fue especialmente así, dada la muy particular fortaleza del anarquismo en España.
En suma, lo que se planteó y sigue planteándose en esos debates es lo que dividía a Marx y a Bakunin. Las polémicas sobre el partido marxista disidente POUM son aquí irrelevantes, y dados su reducido tamaño y su papel marginal en la Guerra Civil, apenas significativas. Pertenecen a la historia de las disputas ideológicas dentro del movimiento comunista internacional o, si se prefiere, de la guerra implacable de Stalin contra el trotskysmo con el que sus agentes identificaban (erróneamente) al POUM. El conflicto entre el entusiasmo libertario y la organización disciplinada, entre la revolución social y el triunfo en la guerra, es un conflicto real en la Guerra Civil española, aun suponiendo que la URSS y el Partido Comunista desearan que la guerra terminara en revolución y que las partes de la economía socializadas por los anarquistas (es decir, puestas bajo control obrero local) funcionaran suficientemente bien. Las guerras, por flexibles que sean las cadenas de mando, no pueden ser libradas –ni las economías de guerra funcionar— de manera libertaria. La Guerra Civil española no habría podido echar a andar –por no hablar de ganarla— con prescripciones de tipo orwelliano.
Sin embargo, en un sentido más general, el conflicto entre revolución como aspiración a la libertad y el triunfo en la guerra no es puramente española. Apareció con todo su vigor tras la victoria de revoluciones en guerras de liberación: en Argelia, probablemente en Vietnam, ciertamente en Yugoslavia . Puesto que la izquierda perdió la Guerra Civil española, en este caso el debate es póstumo y cada vez más alejado de las realidades de la época, como ocurre con la película de Ken Loach, por otra parte tan inspirada y conmovedora. La repulsión moral provocada por el estalinismo y por la conducta de sus agentes en España está justificada. Es correcto criticar la convicción comunista de que la única revolución que contaba era la que otorgaba al partido un monopolio del poder. Con todo, esas consideraciones no son centrales para el problema de la Guerra Civil. Marx tendría que haberse confrontado con Bakunin aun cuando todos los que estaban del lado republicano hubieran sido ángeles. Pero hay que decir que, entre quienes se batieron como soldados por la República, la mayoría encontraba a Marx más relevante que a Bakunin, a despecho de que algunos supervivientes puedan recordar la espontánea pero insuficiente euforia de la fase anarquista de liberación con tanta ternura como exasperación.
Luego de su breve momento en el centro de la historia mundial, España regresó a su posición marginal. Fuera de España, la Guerra Civil pervivió, como sigue perviviendo entre un buen número de sus coetáneos no españoles, en rápida disminución. Llegó a ser recordada y sigue siendo recordada por quienes fueron jóvenes en la época como la indeleble memoria robacorazones de un primer amor grande y perdido. No es éste el caso en España, en donde todos experimentaron el trágico, mortífero y complejo impacto de la Guerra Civil, obscurecido y asordinado por la mitología y la manipulación del régimen impuesto por los vencedores. Sin embargo, al crear la memoria mundial de la Guerra Civil española, la pluma, el pincel y la cámara empuñados en favor de los vencidos probaron ser más poderosos que la espada y el poder de los vencedores.
Eric Hobsbawm es el decano de la historiografía marxista británica. Su último libro es un volumen de memorias autobiográficas: Años interesantes , Barcelona, Critica, 2003.
Rebelion. Memoria de la Guerra Civil española
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