jueves, 21 de marzo de 2013

Teoría general de la incompetencia


 Victor Marquez Reviriego

  El Pais - 22 JUN 1982

Sale al mercado un nuevo producto. Encuentro a un empresario del ramo y le digo:-¡Más competencia todavía!

El empresario me ataja:

-No. Más incompetencia. Aquí casi todos somos la incompetencia de alguien. Este nuevo producto no es la competencia del mío, sino su incompetencia; de la misma forma que mi producto es a su vez la incompetencia de otro; y ese otro, la incompetencia de otro; y así sucesivamente...

Formula, por tanto, nuestro optimista interlocutor una como a modo de teoría general de la incompetencia o teoría de la incompetencia general. En su ánimo explicativo y totalizador, no muy diferente de la famosa teoría general keynesiana. (Antes de seguir, y como en España somos muy aficionados a los centenarios, digamos que en 1983 se cumplen cien años del nacimiento de Keynes y cien años de la muerte de Marx, curiosa coincidencia. También señalemos que se cumplirá un siglo del nacimiento de Ortega.)

Encuentro esa teoría general de la incompetencia muy razonable y me asombra que no haya sido formulada hasta ahora. Y es que nos ocupamos más en saber cómo deberían vivir los hombres que en conocer cómo realmente viven. Con lo cual, según decía nuestro amigo Maquiavelo, aprendemos más bien lo que será causa de nuestra ruina que lo que debería preservarnos de ella.

Hay muchos ejemplos justificativos de esa teoría general de la incompetencia o teoría de la incompetencia general. El mundo está lleno de ellos, de la misma forma que la televisión española está llena de fútbol y compresas. Porque, como teoría general que es, resulta válida para otras voces, otras veces y otros ámbitos, y no sólo para esta nuestra realidad balompédica y menstruante; que así como la realidad llena el mundo, aquí llena las pantallas de TVE, que es el espejo de España y del Mundial. Sería muy fácil particularizar hispanoamericanamente, a la vista de la ola de galtierismo que nos invadió en Argentina. Pero la raíz no es sólo ibérica y racial. Sabido es que en la vida todo lo que no es reglamento es teología. Y, aunque no deberíamos apartarnos de nuestro hilo conductor kantiano, no resisto ahora ejemplificar. Vamos a verlo.

Los victorinos de París

Esa nuestra realidad, siempre menstruante y ahora además balompédica (que lo de football y hasta fútbol ha dicho el alcalde que es expresión anglicana), esa realidad, repito, fue antes tauromáquica y en ocasiones tauromágica. ¿Cuándo? Quienes saben dicen que lo último ocurría sobre todo con los llamados victorinos. ¿Y qué son los victorinos? Pues unos teólogos. A saber: Hugo de San Víctor, Ricardo de San Víctor, Godofredo de San Víctor, Gualterio de San Víctor y, en general, los místicos del monasterio parisino de Saint Victor buscadores de la contemplación divina... Pasaron los siglos, y acaso esos victorinos de París se reencarnaron en los temibles toros del ilustre ganadero de Galapagar: un sí es no es corniveletos, goyescos y asaltillados.

¿Tiene asimismo la teoría general de la incompetencia una explicación divina? Claro que sí. Ya hemos dicho que en la vida todo lo que no es reglamento es teología (y en el caso del Congreso de los Diputados y de don Landelino Lavilla hasta el reglamento es teología...). Bien. Guiados por el joven y jocundo maestro Savater, leamos en castellano al no tan joven ni jocundo maestro Cioran. Dice así: "Es difícil, es imposible creer que el dios bueno, el Padre, se haya involucrado en el escándalo de la creación. Todo hace pensar que no ha tomado en ella parte alguna, que es obra de un dios sin escrúpulos, de un dios tarado..." Ahí -en ese aciago demiurgo de Cioran y no en el bondadoso demiurgo de Platón- hallo yo la única explicación lógica, o sea, teológica, de este enojoso tiberio. La ola de incompetencia que nos invade, nos invade desde siempre y además no es solamente hispánica. Está en nuestra propia raíz humana, desde los tiempos de la famosa manzana (la de Eva) en el Paraíso.

Perdido, por supuesto.


Teoría general de la incompetencia | Edición impresa | EL PAÍS

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