martes, 20 de septiembre de 2011

MANUEL VICENT

TRIBUNA: MANUEL VICENT

Felipe y la computadora

MANUEL VICENT 30/10/1982

Hacía más de un año que en la planta 72 de aquel rascacielos de Nueva York la
computadora estaba funcionando, conectada directamente con otro ordenador instalado
en un despacho del Pentágono en Washington. Las dos máquinas formaban triángulo con
un condensador de órdenes en la cancillería de Bonn y entre ellas se mandaban impulsos
electrónicos con un diálogo cifrado que, traducido en plata, venía a decir:-Un joven
andaluz, vestido de pana progresista, anda por España vendiendo ética como si fuera jabón
fino de tocador.

-¿Qué hacemos con él?

-Parece buen chico, fuma puros y cree en la bondad universal.

-¿Nada más?

-También juega a la petanca los domingos en Miraflores.

-Que siga.

En aquella planta 72 del rascacielos de Nueva York habita un dios rubio que come
palomitas de maíz, asomado al ventanal ahumado. Desde allí divisa La Meca rodeada de
pollinos cargados con cajas de caca colas, controla la espuela vengativa de Pinochet o Ia
gomina del bigote del último general argentino, regula la tripa llena de oscuros humores del
judío Ariel Sharon y le cambia los pañales al heredero de un jeque del desierto. Cualquier
madre patria nace en este piso 72 del rascacielos de Nueva York, donde ahora mismo está
sentado en la poltrona ese dios gordiflón y geopolítico, que picotea palomitas de maíz en
un cucurucho mientras acaricia con la diestra, blanda y anillada, un globo terráqueo. La
madre patria arranca de su mesa y pasa por las Azores, seguida de cerca por la VI Flota, se
adentra en Portugal, cruza la Península Ibérica, se va por Italia hacia Grecia y Turquía con
un ramal en dirección a Arabia, atraviesa Pakistán, India, Australia y Japón. Allí le espera la
VII Flota, con más acorazados. Y así hasta dar la vuelta al mundo para volver a la planta 72
del rascacielos de Nueva York y caer en el cucurucho de palomitas del regazo de ese señor
gordito en forma de dividendos, que son los únicos valores eternos cotizados en la Bolsa
de Wall Street. El triángulo de computadoras se envía entre sí latidos de rayos láser con
interrogantes herméticos.

-¿Cree usted que ese tal Felipe González lo sabe?

-Con toda seguridad.

-Procure que no se salga de la ética.

-No hay peligro. El chico está bien aleccionado.

-¿Quién se ha encargado de eso?

-Nuestro criado, el señor Willy Brandt.

-Okey.

En cambio, hay todavía muchos patriotas. Son precisamente aquellos que no se han
enterado de que la patria sólo es un oleoducto y andan por ahí dando palos de ciego con
el bate de béisbol en busca de un salvador de opereta. Pero el Gobierno no es más que
una estación de seguimiento, la Moncloa o Robledo de Chavela, gestores del paso de las
multinacionales o de una cápsula espacial por un determinado territorio de la geopolítica.
Existe un piloto automático. No hay que tocar nada. En cierto modo, gobernar consiste
en hacer alguna leve corrección de vuelo y vigilar la posición correcta de las agujas o las
señales luminosas del panel.

-Júrame que Felipe González lo sabe.

-Te lo juro. El sólo habla de moral.

-¿Y eso qué es?

-La moral es un aceite refinado que sirve para que funcione bien la máquina del
capitalismo.

-Me quitas un peso de encima.

Los políticos se dividen en dos: los que saben que la patria ha muerto y los qué aún lo
ignoran. Franco no lo supo hasta 1959, cuando se lo contó Ullastres en una cacería. Déjese
de autarquías, excelencia, y abra los lindes de su finca a Persil activado, Avón llama a su
puerta, ding-dong. Franco, que fue el primer antipatriota, con las virtudes menores del
olfato muy desarrolladas, cayó en la cuenta en seguida. A partir dé entonces se decide a
disparar contra todo lo que se movía: rebecos, demócratas, perdices, masones, conejos,
rojos, ciervos, cachalotes, palomas de correos y a echar un vistazo cada trimestre al piloto
automático, dirigido ya desde aquella planta de Nueva York.

En aquel tiempo Felipe González era un muchacho de ceño concentrado, que estudiaba
la carrera de Derecho en la Universidad de Sevilla. Tenía esa pureza de sangre, un poco
ruda, que se deriva del pueblo llano. Ya se sabe. Otros se dejaban la piel a tiras en la
clandestinidad más dura, los comunistas eran piezas muy cotizadas y recibían las patadas
directamente en el paquete intestinal o en la otra bolsa que pende un poco más abajo, y en
los sótanos de la tortura se entraba por riguroso escalafón, se exigía mucho protocolo para
subir al potro. Pero había también otra clase de oposición, no demasiado subterránea. Era
aquella leva de estudiantes rebeldes, con pantalón de pana rayada y matinal de cineclub,
lectores de Antonio Machado, que husmeaban la trastienda de las librerías buscando La
peste, de Albert Camus, aquellos que un día adoptaron el acto heroico de dejarse barba
inconformista.

Unos rojos un poco dulces

Ellos también jugaban con una multicopista secreta, fabricaban panfletos, y corrían delante
de los guardias. Eran unos rojos un poco dulces, muy inofensivos, aunque apaleados
igualmente en las algaradas por la libertad. Llevaban una pastoral censurada en el bolsillo,
redactaban manifiestos, firmaban cartas de protesta y ejercían el marxismo sólo como
hipótesis de trabajo. Podría decirse que se sentían casi felices bajo los golpes. Después de
una carga policiaca, ellos se refugiaban en una tasca para enumerarse entre sí las leves
moraduras con la vanidad de la herida y narraban hermosas historias de martirio, que
siempre les sucedían a otros.

-A un amigo mío le han puesto electrodos en los testículos.

-¡Qué horror!

-Y a un auxiliar de Sociología lo han ahogado en la bañera.

-No sigas.

-A un delegado de la Perkins le han partido la espina.

-¿Qué van a tomar?

-Traiga un vino con una ración de boquerones.

-Marchando.

Cuando la democracia rompió aguas apareció el rostro de Felipe González. Tenía una pinta
de macho sureño, con la nariz pellizcada hacia arriba y el hocico inflamado, la ceja espesa,
el antebrazo peludo, una nobleza de novillo en la mirada y esa forma de hablar según la
escuela andaluza, que utiliza un tono medio para decir verdades suaves, pero a medias, con
una melodía pegadiza como una canción de verano, agradable de oír y fácil de tragar si se
ayuda con un rosado clarete. Entonces el socialismo no era nada. Sólo una marca comercial
que había prescrito en el registro político y un sentimiento difuso de bondad en la calle. El
rostro de Felipe González sintetizó muy pronto esa pasión colectiva. Y después de algunos
meses de mercado ya se podía afirmar sin error que el socialismo era sólo él.

Alrededor de su imagen comenzaron a aglutinarse aquellos muchachos de pana y cineclub,
los penenes- de barba y jersei de punto gordo, las chicas de poncho peruano, oficinistas
rebeldes, funcionarios cabreados, técnicos que entendían de resistencia de materiales y
habían leído a Neruda, mujeres de clase media que lo encontraban hermoso, e incluso
obreros con nevera y lavaplatos, aparte de la nostalgia de cuantos oyeron contar a sus
padres la guerra desde el otro bando. Pero el primer problema nacional consistía en
dilucidar la famosa alternativa, o sea, si realmente Felipe era más guapo que Adolfo Suárez.
Cada uno «tenía sus partidarios, según gustos, entre la belleza de un pillete de billar o el
atractivo de un cortijero agreste. Así estaban las cosas.

Era un gozo supremo ver a esta pareja durante el entreacto de una sesión parlamentaria
en el ángulo oscuro de un salón. Felipe y Adolfo componían la escena política del sofá, se
musitaban amores y cuitas, tú me das un pedazo de ética y yo te doy un trozo de consenso,
todo iluminado por los relámpagos de los fotógrafos. Pero eso sucedía en los momentos
más bellos, porque el amorío establecido entre los dos galanes estaba sujeto a una corriente
alterna con algún chispazo que fundía los plomos. A veces se sonreían mutuamente,
como diciendo: somos jóvenes y hermosos, somos los amos del cotarro, este asunto hay
que arreglarlo entre amigos, aunque a la semana siguiente se miraban como si ambos
estuvieran solos en medio de la plaza del poblado, la mano tentando la culata, atentos a
cualquier gesto sospechoso, para que todo el mundo pudiera comprobar quién era más
rápido. Era una ficción del Oeste.

El señor gordito de Nueva York ha tenido la ficha técnica de Felipe González todo el año
sobre su mesa y en ella ha ido anotando las sucesivas correcciones. Si un día este muchacho
tan puro podía quitarle la sardina de la boca a la derecha española, había que pulirlo
un poco más. A veces apretaba el botón de la computadora, unida a otro ordenador del
Pentágono, y en el condensador de órdenes instalado en la cancillería de Bonn los dígitos,
salían en pantalla con la última voluntad del amo.

-Lo queremos totalmente suave.

-¿Más todavía?

-Nada de marxismo.

-Eso se arregló hace dos años.

-Que venda ética. Sólo ética.

-¿Como si fuera un jabón de tocador?

-Exacto.

Ultimamente te levantas de la cama y, de repente, te encuentras con un día histórico. El
28 de octubre ha sido la fecha señalada desde hace siglos para que alcancen su sueño de
oro aquellos chicos que jugaban con la multicopista, leían a Machado, vestían zamarra
y bufanda de barrio latino, asistían a la matinal de cineclub y llevaban a una novia, con
los dedos manchados de bolígrafo, a ver la película Nueve cartas a Berta. La mañana era
radiante y había un sol románico sobre las hojas de otoño, con todos los ruidos cotidianos:
se oyó al tendero levantar el cierre a las nueve, el tintineo de las botellas de leche sonó en el
rellano a la hora justa, el alarido del chatarrero, que compra colchones y hierro viejo, pasó
con el pollino sorteando los atascos de coches. Los gritos rituales con que se animan las
primeras luces se habían producido a su debido tiempo. La calzada estaba llena de papeles
con todos los augurios políticos. Fue el día en que, después de mil años, a la derecha
española se le cayó la sardina de la boca. La llevaba entre los dientes desde el tiempo de
Recaredo y se la ha arrebatado un chico de pana, que juega a la petanca los domingos en
Miraflores.

A Felipe González se le veía en el cartel con los ojo! soñadores bajo el entrecejo obstinado
mirando un horizonte incierto, lleno de cacerolas. Había sido vendido como un producto
moral según las técnicas más sofisticadas del mercado, el hijo de un lechero sevillano
convertido ahora en símbolo de honestidad. En las paredes de la ciudad había más carteles
con la imagen de otros políticos junto a las vallas publicitarias de nuestra patria verdadera.
Fraga y la Westinghouse, Felipe y la Standard, Carrillo y la Philips, Landelino Lavilla y
Persil activado, Adolfo Suárez y Unilever. El ciudadano se ha puesto en la cola del colegio
electoral. Después de una breve espera se ha metido detrás de unas cortinas de ducha
donde había un taburete para pensar, pupitre para escribir y un estante con las papeletas de
su destino. Se ha limitado a votar por el aire puro.

El dios gordito de Nueva York ha pulsado otra vez la computadora, conectada con el
Pentágono, y ha mandado las últimas señales a Bonn.

- Recuérdenle a ese muchacho cuál es su papel.

-Felipe ya lo sabe.

-Aquí manda la máquina. Que se entere bien.

-Okey.

-Lo suyo es la moral.

Felipe González ha sido invitado por el dios gordito a sentarse frente al piloto automático en
una pequeña terminal de Occidente. Sólo tendrá que vigilar las agujas y poner un poco de
ética, a modo de aceite, para que la máquina funcione con más suavidad. Pero en este país

la ética simple aún puede ser revolucionaria.

http://elproyectomatriz.wordpress.com/2011/07/05/%C2%BFpartido-%C2%BFsocialista-%C2%BFobrero-%C2%BFespanol/

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