Un antiguo compañero de colegio, que se ha dedicado con bastante éxito a
los negocios, me pide que le recomiende un libro sobre España. Él, por
supuesto, tiene su criterio sobre el país y sus habitantes, pero le
gustaría conocer otros testimonios, preferentemente de extranjeros, para
poner un poco de distancia en los juicios.
"A lo largo de la vida -me
dice- hemos oído demasiadas veces alusiones a España, pero quizás por
darlo como cosa sobradamente conocida y muy a la mano apenas la hemos
estudiado con la necesaria atención. Y ahora que dicen que la nación
corre el riesgo de saltar en pedazos parece llegado el momento de
echarle un vistazo, aunque sea el último".
Tiene fundamento lo que
opina. Desde que, con cinco o seis años, nos hicimos aquellas fotos en
el colegio, sentados modosamente en un pupitre, con una enciclopedia
delante y un enorme mapa del país detrás, llevamos años oyendo
invocaciones de España. La mayoría desaforadas o desquiciadas y más
elaboradas con la testiculina que con el cerebro.
Y si hiciéramos un
repaso de las veces que hemos oído hablar de ella es posible que las más
de las veces la percibiéramos como grito que como concepto. Por razones
de edad, este compañero de colegio y yo no podemos ser una excepción a
esa regla general. Cuando fuimos niños, nos explicaron que solo existía
la España que había triunfado sobre la otra, la anti-España arrojada a
las tinieblas exteriores por la espada del "centinela de Occidente";
cuando adolescentes intentamos adivinar cautelosamente cuál de las dos
Españas habría de helarnos el corazón; y cuando universitarios,
empezamos a reclamar una España como espacio democrático medianamente
habitable, una confortabilidad burguesa de la que ya disfrutaba media
Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Con esos antecedentes,
me puse a la tarea de seleccionarle un libro. Descarté El laberinto
español de Gerald Brenann, porque él ya lo había leído en los primeros
años de la Transición. Y de una tacada a Menéndez y Pelayo, Joaquín
Costa, Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz por la sencilla razón
de que un hombre de negocios suele sacar más conclusiones de los
detalles prácticos que de la erudición. Ortega me pareció demasiado
filosófico y Julián Marías, lo mismo.
Al final me quedé con el británico
George Borrow y su La Biblia en España y con el francés Prospero
Merimeé y su Viaje por España. Mi recomendado leyó antes el segundo
libro que el primero y vino a verme entusiasmado.
Traía anotadas las
observaciones que más le habían llamado la atención. Por ejemplo, esta:
"Los clericales nos están comiendo terreno. Aquí han hecho prosélitos,
cosa que yo hubiera creído imposible en un país en que los curas van de
putas sin ocultarlo demasiado".
O estas otras: "Estamos en plena
agitación electoral. Los progresistas -como si dijéramos, los rojos- han
decidido abstenerse. Hablan mucho de echarse a la calle"; "La canalla
es inteligente, graciosa y llena de imaginación, las clases elevadas,
vulgares"; "En las iglesias se guardan auténticos tesoros en un armario
que se podría forzar con un fósforo". De plena vigencia, siglo y medio
después.
http://www.farodevigo.es/opinion/2012/11/02/espana-merimee/705866.html
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