Discurso de Castelar, el 2 de enero de 1874,
pronunciado ante las Cortes de la Primera República, explicando las
causas de la quiebra de la República proclamada el 11 de febrero de
1873.
A las Cortes constituyentes:
SEÑORES DIPUTADOS: El gobierno de la nación,
fiel a los compromisos contraídos con vosotros, y a los deberes
impuestos por su conciencia y su mandato, viene a daros cuenta del
ejercicio de su poder, y a rendiros con este motivo el homenaje de su
acatamiento y de su respeto.
Fatídicas predicciones se habían divulgado sobre
la llegada de este día; fatídicas predicciones desmentidas por la
experiencia, que ha demostrado una vez más cómo en las repúblicas no
entorpece la fuerza del poder al culto por la legalidad. Las
generaciones contemporáneas, educadas en la libertad y venidas a
organizar la democracia, detestan igualmente las revoluciones y los
golpes de Estado, fiando sus progresos y la realización de sus ideas a
la misteriosa virtud de las fuerzas sociales y a la práctica constante
de los derechos humanos. Tal es el carácter de las modernas sociedades.
Pero si el desorden, si la anarquía, se apoderan
de ellas y quieren someterlas a su odioso despotismo, el instinto
conservador se revela de súbito, y las lleva a salvarse por la creación
casi instantánea de una verdadera autoridad.
Así, el funestísimo período en que una parte
considerable de la nación se vio entregada a los horrores de la
demagogia, dividiéndose nuestras provincias en fragmentos, donde reinaba
todo género de desórdenes y de tiranías, las Cortes ocurrieron al
remedio de este grave daño, creando poderes vigorosos y fuertes.
El gobierno ha ejercido estos poderes, que eran
omnímodos, con lenidad y con prudencia atento a vencer las dificultades
extrañas más que a extremar su propia autoridad.
Dondequiera que ha habido un amago de desorden,
allí ha estado su mano con prontitud y con energía. Dondequiera que ha
habido una conjura, allí ha entrado con ánimo resuelto y verdadero celo.
El orden público se ha mantenido ileso, fuera del radio de la guerra, y
las clases todas se han entregado a su actividad y a su trabajo.
Desgraciadamente la criminal insurrección que ha
tendido a romper la unidad de la patria, esta maravillosa obra de
tantos siglos, apoderándose de la más fuerte entre todas nuestras
plazas, del más provisto entre todos nuestros arsenales, de los más
formidables entre todos nuestros barcos de guerra, mantiene al abrigo de
inexpugnables fortalezas su maldecida bandera, que todavía extiende
sombras de muerte sobre el suelo de la República y esperanzas de
resurrección en las pasiones de la demagogia. La falta de tropas y de
recursos ha retardado la toma de la plaza, que no puede menos caer
pronto a los pies de esta Asamblea, si se tiene en cuenta la actividad y
la pujanza de los sitiadores, el decaimiento y la penuria de los
sitiados.
Este sitio ha apenado a la nación por sí, y por
la directa complicidad que ha tenido con el aumento de las fuerzas
carlistas y con los progresos de sus numerosas partidas. Mientras los
cañones separatistas disparaban sus balas al pecho de nuestro ejército,
casi le herían por la espalda las huestes rebeladas en armas contra la
civilización moderna, y en tanto número esparcidas por los antiguos
reinos de Valencia y Murcia.
Digámoslo con varonil entereza. La guerra
carlista se ha agravado de una manera terrible. Todas las ventajas que
le dieron la desorganización de nuestras fuerzas, la indisciplina de
nuestro ejército, el fraccionamiento de la patria, los cantones erigidos
en pequeñas tiranías feudales, la alarma de todas las clases y las
divisiones profundísimas entre los liberales, ha venido a recogerlas y a
manifestarlas en este adversísimo período.
Las provincias Vascongadas y Navarra se hallan
poseídas casi por los carlistas, y las ciudades levantan a duras penas
sobre aquella general inundación sus acribillados muros. Por la
provincia de Burgos amenazan constantemente el corazón de Castilla; y
por la Rioja pasan y repasan el Ebro como acariciando nuestras más
feraces comarcas.
El Maestrazgo se encuentra de facciones
henchido; y los campos de Aragón y Cataluña talados e incendiados, presa
de esta guerra calamitosa, implacable. Por todas partes, como si el
suelo estuviera atravesado de corrientes absolutistas, se ven brotar
partidas, mezcla informe de bandoleros y de facciosos. Las consecuencias
de los errores de todos se han tocado a su debido tiempo. La República ,
que estáis llamados a fundar, pasa en su origen por las mismas
durísimas pruebas por que pasó en la serie de los humanos progresos la
monarquía constitucional.
No olvidéis, pues, que estamos en guerra; que
debemos sostener esta guerra; que todo a la guerra ha de subrogarse, que
no hay política posible fuera de la política de guerra. No olvidéis que
peligran en este trance nuestra recién nacida República y nuestra
antigua libertad, las conquistas de la civilización, los derechos que
tenemos a ser un pueblo moderno, un pueblo europeo.
Y no olvidéis que la política de guerra es una
política anormal, en que algunas funciones sociales se suspenden, y en
que precisa transitoriamente sacrificar alguna manifestación de la
libertad, no de otra suerte que en la fiebre se debe suspender por
necesidad la alimentación ordinaria, que es tan precisa a la vida.
Porque, Sres. Diputados, o la guerra no es nada,
o es por su propia naturaleza una gran violencia contra otra gran
violencia, un despotismo contra otro despotismo: en que de algún lado se
halla la razón, pero sin contar para prevalecer con otro medio que la
fuerza.
Permitidme aconsejaros, sin embargo, que uséis
de estos medios de excepción y de fuerza con la templanza y la energía
con que en su guerra de independencia y en su guerra de separación los
usaron aquellos que se llamarán en la historia moderna los fundadores de
la democracia y de la República.
Nosotros hemos tenido estos medios en nuestras
manos, y los hemos usado con toda modernización, prefiriendo que nos
creyeran débiles a que nos creyeran crueles, convencidos de que basta
querer imponer la autoridad para que la autoridad se imponga.
Además de estos medios políticos se necesitan
fines políticos también. Y estos fines políticos deben ser, recordando
en el nacimiento de nuestras instituciones que todos los seres recién
nacidos son seres imperfectos, proponeros, no una República de escuela o
de partido, sino una República nacional ajustada por su flexibilidad a
las circunstancias, transigente con las creencias y las costumbres que
encuentra a su alrededor, sensata para no alarmar a ninguna clase,
fuerte para intentar todas las reformas necesarias, garantía de los
intereses legítimos y esperanza de las generaciones que nacen
impacientes por realizar nuevos progresos en las sociedades humanas.
No olvidéis cuán formidable es el enemigo que
tenemos enfrente; alimentado por antiguas y tradicionales ideas Poseedor
de regiones enteras las más agrias y más inaccesibles de nuestro suelo,
jefe de un ejército disciplinado y valerosísimo; esperanza de aquellos
que han perdido la fe de vivir con el reposo de los pueblos civilizados y
libres entre el oleaje de nuestras continuas revoluciones.
Y lo decimos
muy claro, lo decimos muy alto; en virtud de estas patrióticas
consideraciones nuestra política ha tendido, aunque tímidamente, a
guardar la dirección del gobierno en lo posible a los propagadores de la
República pero agrupando en torno de la República a todos los elementos
liberales y democráticos para oponer esta débil unidad a la formidable
unidad del absolutismo.
Pero no basta: para proseguir y terminar la
guerra con los medios políticos se necesitan al mismo tiempo los medios
militares. Mucho se ha declamado contra el ejército pero a medida que se
avanza en la experiencia de la vida se ve más clara la necesidad
imprescindible que tienen los pueblos del ejército. Mucho se ha
extrañado la inmensa importancia dada a la profesión militar; pero
cuando se medita que en medio del egoísmo general representa el ejército
la abnegación de sí mismo, y la sujeción a las leyes rigurosas, en las
cuales se anula toda personalidad, llevando este grande y continuo
sacrificio hasta inmolar su vida propia por la vida y el reposo de los
demás, se comprende y se comparte el orgullo con que han mirado todos
los pueblos cultos las glorias de sus ejércitos.
Algunos pasos ha dado este Gobierno en el camino
de afianzar el ejército: primero, la rehabilitación de la ordenanza;
segundo, el restablecimiento de la disciplina; tercero, la reinstalación
de la artillería; cuarto, la distribución de los mandos entre los
generales de todos los partidos, lo cual da al ejército un carácter
verdaderamente nacional. Reclutarlo, reunirlo, establecerlo, equiparlo,
armarlo; restaurar la disciplina, vigorizar la ordenanza; hacerlo tan
rápido para ahogar en su germen el motín, como sufrido para sostener en
su rudeza la guerra, ha sido obra de cortos días y de largos resultados.
La verdad es que por la República el ejército ha
combatido en Barbarin, en Monte-Jurra y Belavierre, en Estella, en
Berga y en Monreal; por la República el ejército, antes indisciplinado,
de Cataluña, ha hecho en todas partes prodigios de heroísmo; por la
República ha empapado en sangre las montañas y las llanuras de Arés y
Bocairente; por la República ha engendrado en su fecundo seno nuevos
héroes, y ha tenido en sus gloriosos anales nuevos mártires. Si la
guerra civil ha de proseguir con vigor y ha de acabar con éxito, precisa
que inmediatamente autoricen las Cortes el llamamiento de nuevas
reservas que caigan sobre el Centro, sobre el Norte, sobre Cataluña, y
contrasten la pujanza de los absolutistas.
El pueblo armado ha contribuido también a
sostener la causa de la libertad. Desvanecidos los delirios
separatistas, engendro fatídico de un momento, el pueblo armado en todas
partes corrió a defender nuestros derechos, a salvar nuestras queridas
instituciones. Así el Gobierno se ha apresurado, en virtud de la
autorización que le concedisteis, a formar una milicia en la cual tomen
parte todos los ciudadanos. De esta suerte, los españoles, sin excepción
alguna, contribuirán a la defensa nacional y equilibrarán sus fuerzas:
que no hemos salido de la tiranía de los reyes para entrar en la tiranía
de los partidos.
Los que se quejan de la decadencia del espíritu
público; los que creen al pueblo indiferente entre el absolutismo y la
República , pueden recordar los voluntarios de Mora de Ebro, gastando
hasta el último cartucho sin perder la última esperanza; los voluntarios
de Bilbao aguijoneados de la misma decisión que sus padres; los
voluntarios de Olot, de Puigcerdá, de Barberá, de Tolosa, de
innumerables pueblos; los voluntarios de Tortellá, que después de haber
perdido sus casas y sus bienes se consolaban con haber conservado en la
desnudez y en el hambre su libertad y su República.
A pesar de tanto esfuerzo material hubiera sido
imposible sostener la guerra sin grandes y extraordinarios recursos.
Conocida la penuria del Tesoro, os maravillará que hayamos podido
ocurrir a los onerosísimos gastos de la guerra, que han subido a 400
millones de reales en este último interregno parlamentario. Es preciso,
es urgente arreglar nuestra deuda y aumentar nuestros disminuídos
ingresos sí hemos de salvar la Hacienda y restablecer la paz.
Pero no basta con obras de consolidación; se
necesitan obras de progreso; no basta con atender a la conservación de
nuestras instituciones; se necesita mejorarlas y reformarlas, que no
somos un gobierno exclusivo como los antiguos; somos y debemos ser un
gobierno de estabilidad y de progreso a un tiempo. Y las reformas que
más urgen son: establecimiento inmediato de la instrucción primaria
obligatoria y gratuita, pagándola por el presupuesto general de la
Nación , a fin de evitar la miseria de los maestros de escuela, mal y
tarde retribuidos, por regla general, en los ayuntamientos; separación
de la Iglesia y del Estado para que a un tiempo la conciencia consagre
todos sus derechos, y el gobierno tome el carácter imparcial que entre
todos los cultos le imponen nuestras libertades; abolición de toda
corvea, de toda servidumbre, de toda esclavitud, para que solo haya
hombres libres en el seno de nuestra República, lo mismo aquende que
allende los mares.
Si obedeciendo al doble movimiento de
conservación y de progreso que impulsa a las sociedades modernas entráis
en una política mesurada y conseguís un gobierno estable, será
reconocida por Europa nuestra República. Ninguna nación, ningún gobierno
tiene ya hoy antipatías invencibles a la forma republicana, como
sucedía a fines del pasado siglo. Todos quieren a una que se establezca
aquí un gobierno que dé verdaderas garantías al orden público y a los
cuantiosos intereses que para el comercio universal entraña nuestro rico
suelo.
Una grave, gravísima cuestión internacional
surgió en este crítico período con motivo del apresamiento del
«Virginius». El gobierno os presentará el protocolo de este asunto, y en
él podéis ver si ha sido feliz evitando una guerra más a nuestra Patria
y sosteniendo los principios de derecho internacional sobre que
descansan las relaciones de las sociedades humanas entre sí. Con motivo
de este suceso hemos recibido nuevas pruebas de la amistad de muchos
gobiernos, y nos hemos persuadido una vez más, al imponer a nuestra
grande Antilla un tratado, que repugnaba a su susceptibilidad nacional,
que el nombre de España es allí tan sólido y tan duradero como el mismo
suelo de la isla.
No hemos descuidado ni desatendido ninguno de
los derechos de nuestra Patria, y por eso en la cuestión de las sedes
vacantes hemos creído velar por prerrogativas antiguas y tradicionales, a
las que solo vosotros, representantes del pueblo, podéis legítimamente
renunciar.
Nuestra situación, grave bajo varios aspectos,
se ha mejorado bajo otros. El orden se halla más asegurado, el respeto a
la autoridad más exigido arriba y más observado abajo. La fuerza
pública ha recobrado su disciplina y subordinación. Los motines diarios
han cesado por completo. Ya nadie se atreve a despojar de sus armas al
ejército, ni el ejército las arroja para entregarse a la orgía del
desorden. Los ayuntamientos no se declaran independientes del poder
central, ni erigen esas dictaduras locales que recordaban los peores
días de la Edad media. Las diputaciones provinciales no se atreven a
convertirse en jefes de la fuerza pública. El orden y la autoridad tiene
sólidos fundamentos, que siéndolo de la República , lo son también de
la democracia y de la libertad.
Es necesario cerrar para siempre
definitivamente, así la era de los motines populares, como la era de los
pronunciamientos militares. Es necesario que el pueblo sepa que todo
cuanto en justicia le corresponde puede esperarlo del sufragio
universal, y que de las barricadas y de los tumultos solo puede esperar
su ruina y su deshonra. Es necesario que el ejército sepa que ha sido
formado, organizado, armado para obedecer la legalidad, sea cual fuere:
para obedecer a las Cortes, dispongan lo que quieran; para ser el brazo
de las leyes. Los hombres públicos debían todos decir, así a los motines
populares como a las sediciones militares: si triunfaseis aunque
invoquéis mi nombre, aunque os cubráis con mi bandera, tenedlo
entendido, nos encontraréis entre los vencidos: que a una victoria por
esos medios, preferimos la proscripción y la muerte.
Afortunadamente es universal la convicción de
que la República abraza toda la vida: de que es autoridad y libertad,
derecho y deber, orden y democracia, reposo y movimiento, estabilidad y
progreso, la más compleja y la más flexible de todas las formas
políticas; inspirada en la razón, y capaz de amoldarse a todas las
circunstancias históricas término seguro de las revoluciones, y puerto
de las más generosas esperanzas.
También es universal la creencia de que la
restauración monárquica solo traería en pos de sí una serie de
convulsiones inacabables, porque nadie puede someter generaciones
educadas en la libertad y en la democracia al yugo que han visto roto y
deshecho a sus plantas, si las desgracias de una doble guerra han
exigido la suspensión de algunos derechos, el eclipse de alguna libertad
en el seno de la República , dejadla en su movimiento pacífico, y
veréis con qué prontitud y con qué solidez recobra su propia naturaleza.
Lo necesario, lo urgente es crear lo estable,
erigirla en las bases del asentimiento universal, llamar con eficacia a
todos los partidos liberales a su seno, desposeerse del egoísmo que
acompaña al poder para tornar la expansión infinita que ha menester la
democracia, atraerle todas las clases, demostrando a unas que en ella el
progreso es seguro, aunque pacífico, y a otras que en ella la necesidad
de la conservación se impone con la más incontrastable de las fuerzas,
con las fuerzas de toda la sociedad.
Proponiéndoos una conducta de conciliación y de
paz, que aplaque los ánimos y no los encone, que sea a un tiempo la
libertad y la autoridad, Sres. Diputados, podéis apelar de las
injusticias presentes a la justicia definitiva, y cuando haya pasado el
período de lucha y de peligro, encerraros en el olvido del hogar,
mereciendo a vuestra conciencia y esperando de la historia el título de
propagadores, fundadores y conservadores de la República en España.
***
SEÑORES DIPUTADOS: Hora es ya de que resolvamos
esta crisis; a la altura en que nos encontramos, opresa la Cámara del
sueño, opreso yo mismo de la inquietud que me inspira mi grande
responsabilidad, ya que ahora soy árbitro del tiempo, seré breve.
Seré breve, me defenderé brevemente, para que no
se crea que defiendo el poder que acepté casi impuesto, el poder que he
mantenido vigorosamente en mis manos, el poder que entrego íntegro a
esta Cámara republicana.
Señores Diputados, la situación en que se
encuentra el presidente del Poder ejecutivo ha sido con grande
elocuencia resumida en breves frases por mi amigo el Sr. Labra. Me ha
dicho mi amigo el Sr. Labra que yo inspiro recelos y sospechas al
partido republicano. No trato de tachar de inconsecuente al Sr. Labra,
aun cuando S.S. me ha tachado a mí de tal; yo lo he confesado, y creo
que la inconsecuencia tiene una grande justificación cuando se inspira
en grandes móviles. Yo he consumido parte de mi tiempo en una sociedad
literaria, de la cual era miembro el Sr. Labra, y allí contendíamos, él
defendiendo la monarquía siendo un niño, y yo defendiendo la República
siendo muy joven. ¡Quién me había de decir a mí que el Sr. Labra
monárquico hasta la última hora de la monarquía, y ahora desinteresado
republicano, vendría a decirme que inspiro recelos a un partido por el
cual he sacrificado mi existencia y he sido condenado a garrote vil por
la tiranía de los Borbones! ( Grandes aplausos ).
Sin embargo, tengo que decir una cosa. Yo nunca
le he sido sospechoso al partido republicano en la oposición; le soy
sospechoso cuando el partido republicano tiene el poder, cuando es
árbitro de la fortuna y de los tesoros de la Nación , y si le soy
sospechoso, es porque le digo que él solo no puede salvar la República ;
es porque le digo que está perturbado; es porque le digo que no
gobernará como no condene enérgicamente esa demagogia. ¿Y quién tiene
derecho a extrañarse de que yo, presente en el partido republicano el
elemento más conservador por excelencia del partido republicano? ¿Dónde
estaba yo a los 21 años, cuando se empezó una lucha entre La Discusión y
La Soberanía Nacional ? Estaba con el más moderado de aquellos
periódicos, con La Discusión . Más tarde vino la lucha que ahora también
nos separa, y en aquel gran debate, mientras unos republicanos se
encontraban de parte de la utopía socialista, que prometía no sé qué
edenes que no han podido traer a la tierra, yo me encontraba de parte de
los individualistas.
Adelantaron los tiempos, llegamos al terreno
práctico; unos republicanos decían que no querían aliarse con los
progresistas, ni aun para derribar a los Borbones y otros republicanos,
en mi sentir más prácticos y más conservadores, decíamos que si no nos
aliábamos con los progresistas para esta obra común, ellos entrarían en
la Cámara , acatarían a los Borbones, serían llamados al poder y
perderíamos toda esperanza para la democracia y para la República en
España. Por consecuencia, me encuentro hoy casi en la misma situación en
que me encontraba antes de la revolución de setiembre. Yo estaba por la
coalición; los que ahora me combaten estaban por el aislamiento. Con
vuestro aislamiento os hubierais consumido en vuestras cátedras, en
vuestros periódicos y en vuestras academias; con mi coalición ha venido
la libertad, la democracia y la República.
Vino después el momento de la revolución de
septiembre; y yo, teóricamente republicano, teóricamente federal, dije,
sin embargo, a los hombres más eminentes de aquella revolución: habéis
convenido en los derechos individuales y en el sufragio universal
aceptando la monarquía, pues yo soy más conservador que vosotros: yo no
tengo inconveniente en que me limitéis el sufragio y los derechos
individuales, con tal que ante todo y sobre todo me deis nuestra querida
República.
Y luego, señores, vino la grande inconsecuencia
de la revolución, que fue el haber levantado sobre tan generosos
principios una monarquía, y para mayor mengua, una monarquía extranjera.
Yo entonces busqué los procedimientos de acabar con aquella monarquía;
una parte considerable del partido republicano se inclinaba a los
procedimientos de fuerza; y yo, como más conservador, me inclinaba a los
procedimientos parlamentarios. Pronuncióse en aquellos momentos la
palabra benevolencia, que fue el veneno que mató la monarquía
democrática. Y yo desde el momento en que pronuncié aquella palabra, ¿no
fuí un aliado fidelísimo e incansable del partido radical? ¿No le apoyé
directamente con mis votos, e indirectamente con mi silencio?
Vino la República , no traída por los
republicanos, que no tienen derecho a llamarse los fundadores de la
República , sino traída por los radicales; así es que yo entré a formar
parte con gran satisfacción de un ministerio en que había elementos
radicales; y la noche triste para la República del 24 de Febrero, en que
aquella coalición se rompió, yo dije a la minoría republicana el abismo
a que se arrastraba a la República. Ya estamos en el fondo de ese
abismo.
Yo dije a la minoría que teníamos pocos hombres
que pudieran representar grandes agrupaciones; que esos hombres
acabarían muy pronto, y que el día en que sucumbieran de estos hombres
tres o cuatro, corría los pueblos latinos aman las personificaciones más
que las ideas, moriría con ellos la República. Pues bien; ya están
desacreditados todos. ( Rumores en la izquierda )
Meceos en vuestras ilusiones; somos más
impopulares que los moderados, que los conservadores, que los radicales,
porque nuestra impopularidad es más reciente y nuestros errores se
tocan más de cerca. Por consiguiente, ¿que va a pasar a esta República?
¿Dónde está el hombre que va a llevar sobre sus hombros el peso de este
monte Atlante que se llama República? Es muy fácil hablar de que no se
aceptará el poder de que grandes compromisos impiden apoyar a un
gobierno; pero cuando este gobierno cae, cuando la autoridad va a
encontrarse huérfana, cuando apenas puede salir de esta Cámara un
ministerio viable, decidme: ¿Qué doctor Dulcamara tenéis, filósofos sin
realidad en la vida? ( Grandes aplausos )
¿Por ventura he dejado de apoyar yo a alguno de
los hombres del partido republicano? Yo apoyé al Sr. Figueras hasta el
último momento; yo apoyé constantemente al Sr. Pi, y no me arrepiento de
ese apoyo, y luego apoyé al Sr. Salmerón con todo mi corazón, porque es
mi amigo, mi condiscípulo, mi discípulo, uno de los filósofos que más
ilustran nuestra patria, y porque le quiero con toda la efusión de mi
alma.
¿Y qué sucedió? Que un día, después de agotados
todos los medios de fuerza, el Sr. Salmerón no pudo vencer ciertos
obstáculos y ciertos escrúpulos nacidos de su conciencia.
Entonces yo me encontraba en la presidencia de
esta Cámara en una beatitud perfecta, sin ninguna responsabilidad,
alejado del poder, que me repugna más cada día, y tuve que bajar de mi
Olimpo y venir a este potro. ¿Y por qué bajé? Porque así me lo exigía el
deber, porque yo no podía volver la cara al peligro ni rehuir
responsabilidades.
El Sr. Labra nos decía: ¿por qué no imitáis la
conducta del rey don Amadeo, que se fue antes de violar los principios
democráticos? El rey D. Amadeo procedió noblemente, pero el Sr. Labra ha
de permitirme que le diga que al rey D. Amadeo no le interesaba España
tanto como me interesa a mí. Él iba a tierra donde reposan los huesos de
sus padres. Yo tenía que quedarme aquí hasta morir, si es preciso, para
que no perezcan en manos de la República la salud, la integridad de la
patria. Y me quedé.¿Y en qué situación me encontré? ¿Era, por ventura,
la situación del momento la que me preocupaba y afligía? No; con gran
patriotismo, con gran energía, el ministerio Salmerón había dulcificado
aquella situación: pero yo veía los resultados del desmembramiento
cantonal, de la indisciplina militar, de la falta de toda autoridad
arriba y toda obediencia abajo; yo veía los peligros que se cernían
sobre nuestras cabezas, en el momento en que era necesario arrancar a
las madres sus hijos y lanzarlos a la lucha, a la muerte, y pedí
dificultades extraordinarias. Las he usado, y desafío a todo gobierno
que quiera seguir la guerra con vigor a que gobierne con los mismos
procedimientos en tiempos normales que en tiempos anormales.
Y, señores, ¿a quién he engañado yo? ¿Qué
fórmula di que no haya planteado?¿Qué promesa hice que no haya
cumplido?¿Os dirigíais a un enigma, a una esfinge? Os dirigíais a un
repúblico que había dicho cuanto pensaba hacer. Dijo que pensaba
restablecer la ordenanza, vigorizar la disciplina, sacar con mano fuerte
las reservas, aplicar la pena de muerte, conferir los mandos militares a
generales de todos los partidos. ¿Y qué he hecho, Sres. Diputados, sino
cumplir las promesas que os hice? ¿Quién puede llamarse a engaño?
¿Quién puede decir que yo soy desleal? ¿Sabéis por qué he hecho todo
eso? Por salvar la República , que pongo sobre la libertad, sobre la
democracia, sobre todo, porque no hay mejor signo de redención, de
emancipación para generaciones educadas en la tiranía de los reyes que
adquirir la República. Así es que yo soy liberal, muy liberal; y se
conoce que soy liberal en que, habiendo tenido toda clase de poderes,
casi no he usado de ellos.
Yo soy demócrata por temperamento, por
convicción, por historia: pero así como amo el sol, y el sol tiene
eclipses, así cuando los fétidos pantanos de las antiguas creencias
arrojan sus mías más por todas partes; cuando este suelo estremecido por
tantas tradiciones absolutistas levanta cráteres que pueden incendiar
hasta la médula de nuestra libertad y de nuestros derechos, entonces
consiento que el humo y los vapores nublen el sol de la democracia
seguro de que ese sol ha de ser eterno y esplendoroso. Pero antes que
liberal, antes que demócrata, soy republicano, y prefiero la peor de las
repúblicas a la mejor de las monarquías; y prefiero una dictadura
militar dentro de la República , al más bondadoso de todos los reyes.
Porque, señores, está en la naturaleza de las
monarquías; les sucede siempre a las monarquías, que, tarde o temprano,
anulan los derechos de las democracias; como sucede siempre a las
Repúblicas que admiten el espíritu de su siglo. Y si no, ¿creéis que
política ni aun socialmente es comparable el estado de las monarquías
europeas con tantos siglos de grandezas, de glorias y de conquistas, con
el estado político de las Repúblicas de América? Pero hay aquí una
cosa, y es, que si la República de mis ideas y de mis ensueños pudiera
realizarse, habría pocas repúblicas tan hermosas. Yo la pondría todas
las preseas y todas las galas del arte, y haría que en ella todos los
hombres practicaran todas las virtudes; pero, Señores Diputados, lo que
yo tengo que hacer es la República de la realidad; y os digo que es una
ley, no histórica, sino fisiológica, que todos los seres nazcan
imperfectos. La encina que ha de desafiar el huracán y los siglos, es en
su nacimiento un débil tallo que se doblega bajo el ala del insecto.
El grande, el ilustre pensador que descubrió el
cálculo infinitesimal y que adivinó la ley de la gravitación universal,
estuvo en su cuna tan falto de inteligencia y de palabra como el último
de los imbéciles. Y lo mismo ha sucedido a las repúblicas: la griega fue
en su origen una oligarquía; la romana un patriciado; las de la Edad
media una lucha entre caballeros feudales y condotieres y gente de
municipio; la holandesa, con haber dado la libertad de conciencia y de
comercio al mundo, fue el coto de algunos señores, que luego rigieron
los primeros tronos de Europa; la misma República suiza que hoy se
admira tanto, colección de cantones feudales, donde mandaban abades y
señores y a veces hasta monjas: la República francesa, la dictadura más
sangrienta y más abominable que han conocido los siglos.
La misma República de los Estados Unidos no pudo
salvarse sino por diez años de dictadura; que todos los seres, cuando
más perfectos han de ser en su desarrollo nacen más imperfectos y más
débiles. Por consecuencia, lo que yo deseo es que tengamos la República
posible; y lo que quiero y se lo digo en su cara al partido republicano,
es que tenga la mayor abnegación posible; que se deshaga cuanto pueda
del poder, y que imite a aquellos artistas de la Edad media que después
de haber levantado las más maravillosas catedrales, no ponían su nombre
en una sola piedra.
¿Sabéis por qué? Porque yo no necesito la
adhesión de los republicanos a la República ; lo que necesito es que la
sostengan los elementos que no son republicanos, o que lo son hace poco,
y por eso quiero, usando la frase vulgar, resellarlos para la
República. No he hecho esa política porque no he podido: los ministros
que hay aquí no son unionistas, no han apoyado a Posada Herrera, no han
sido ni siquiera progresistas, y por consiguiente, no autorizan a que se
diga que yo traigo al poder los partidos contrarios a la República.
Pero lo declaro con franqueza: si algún día fuese árbitro de traerlos,
si tuviera confianza en que habían de ser republicanos por convicción o
por necesidad, os lo aseguro, no me tachéis de desleal, los traería al
poder. Ya lo sabéis: proceded en consecuencia.
Y aquí veo a algún amigo mío arrojarme otra vez
las palabras «ahí tenéis a López: López hizo lo mismo; trajo los otros
partidos al poder y lo devoraron a él». Pero, señores, ¿cuál fue el
primer crimen de aquellos hombres? El haber combatido rudamente al
general Espartero, sacrificando lo real a lo perfecto.
Y luego llamó a aquellos partidos a que le
ayudasen a crear -¡inocente!- la mayoría de la reina. Si yo trajera a
los otros partidos, los traería precisamente para evitar la mayoría del
príncipe Alfonso.
Porque, después de todo, señores, aquí invocamos
los grandes nombres y, creemos haberlo dicho todo. Washington, el
fundador de la República y de la democracia en América; el probo, el
santo, el gran ciudadano, ¿qué hizo? ¿Cómo fundó la República ? Teniendo
durante su segunda presidencia cinco años de facultades
extraordinarias, y formando su ministerio con republicanos como
Jefferson, que había sido embajador en París y estaba tachado de
jacobinismo, pero con monárquicos como Jackson, que hubiera pasado por
tory en la aristocrática Inglaterra. Aquel hombre llevaba al poder de la
República a todos los partidos, sabiendo mejor que Napoleón aquella
célebre frase: « la República es como el sol; ciego el que no lo ve». A
mí me dan miedo, mucho miedo, los monárquicos con monarca, pero me dan
más risa que miedo los monárquicos que no le tienen.
Yo creo, señores, que urge fundar el partido
conservador republicano; porque si no tenemos muchos matices, no
podremos conservar mucho tiempo la República. Y nosotros tenemos más
cualidades que nadie para ser el partido conservador de la República ,
porque somos los que hemos conseguido ya todo cuanto hemos predicado.
Porque, después de todo, tenemos la democracia; tenemos la libertad,
tenemos los derechos individuales, tenemos la República ; no nos falta
ya nada. ( Rumores en la izquierda ) No nos falta nada de cuanto hemos
predicado; vosotros, los que queréis reunir al mundo para dividirlo
luego en cantones y poner un Contreras en cada uno, sois los que tenéis
aún mucho que desear.
Pero a nosotros con dos reformas nos basta:
primera, la separación de la Iglesia y del Estado; segunda, la abolición
de la esclavitud. ( Una voz : ¿Y la federal?) La federal; eso es
organización municipal y provincial, y hablaremos más tarde; eso no vale
la pena. ( Risas y murmullos ) El más federal tiene que aplazarla por
diez años. ( Una voz ; ¿Y el proyecto?) Lo quemaron en Cartagena. (
Grandes aplausos ) No me diréis que no soy franco ( El Sr. Armentia : Se
acaba la paciencia). ¿Se le acaba la paciencia al Sr. Armentia? Pues,
Sr. Armentia, yo tengo derecho, como S.A., a decir a mi Patria lo que
pienso y lo que siento; la Cámara me juzgará; yo, antes que todo, soy
hombre de honor y de vergüenza. ( Aplausos )
¡Ah! yo sería un traidor si lo dijese esto
delante de una Cámara monárquica para conservar el poder, pero como se
lo digo a una Cámara republicana federal intransigente, tengo en esto
mucha dignidad, mucha elevación y mucha honra. ( Aplausos )
Ya sé yo que me llamaréis apóstata,
inconsecuente, traidor; pero yo creo que hay una porción de ideas muy
justas, que son en este momento histórico irrealizables, y no quiero
perder la República por utopías. Me contento ahora con la República , y
creo que han contribuido mucho a traerla varios partidos, los hombres
políticos que la iniciaron, y a los cuales, sean cualesquiera las
disidencias que de ellos me separen, rendiré siempre fervoroso culto. La
han traído también aquellos partidos que, sea cualquiera el móvil
porque en los móviles no se puede entrar, aquellos partidos, digo, que
en Cádiz levantaron la bandera de la insurrección contra la dinastía de
los Borbones, y creo que esos hombres hicieron más por la República que
todos vuestros marinos cantonales. ( Dirigiéndose a la izquierda.-Risas )
Creo más; creo que contribuyeron a traer la
República los demócratas a quienes tendía tan elocuentemente sus brazos
esta noche el Sr. Labra; ellos divulgaron los derechos individuales,
ellos los implantaron en una Constitución que ha de ser base de todas
las Constituciones futuras.
Y luego digo otra cosa: que el partido
republicano mantenido aquí tan elocuentemente, mantenido fuera de aquí
con tanto valor y pujanza, tiene que transformarse en dos grandes
partidos: uno pacífico, muy pacífico, pero progresivo, muy progresivo, a
quien le parezcan extrañas nuestras ideas: y otro pacífico, nada de
dictatorial, nada de autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal;
demócrata, muy demócrata, pero con un grande instinto de consolidación y
de conservación, porque él tiene que consolidar y conservar la obra más
grande del siglo XIX, la obra de la República. Y así es que en estas
divisiones en que tanto se habla de personalidades, de conciertos, de
diferencias, lo que late, lo que existe ya es el germen de esos grandes
partidos.
Vosotros apartad de la demagogia al pueblo y
hacedle ver que dentro de la República tendrá el pan del alma y el pan
del cuerpo, y nosotros apartemos a los elementos conservadores de la
monarquía y hagámosles ver que en la República tendrán también
garantizados sus legítimos intereses. ( Aplausos ) Hagamos esto,
unámonos todos en una gran fusión, teniendo todos la franqueza de sus
ideas. Si alguno de nosotros pasa en esto por impopular ¡qué remedio
tiene! es muy cómoda, es muy placentera la popularidad. Yo le he
devorado con anhelo, yo la he tenido, creo haberla perdido y creo en
gran parte que merezco perderla, porque si no la perdiera me sentiría
fuera de aquella ley de que a toda realidad acompaña un gran desengaño:
que los Bautistas y los profetas están destinados a ser bendecidos, y
los que gobierna están condenados a ser maldecidos, teniendo que aceptar
noble y virilmente esa maldición.
Y aquí viene como de molde la cuestión de los ejércitos y los obispos.
Hace pocos días en una de las Cámaras prusianas,
le dirigían al príncipe de Bismarck una reconvención por haber cambiado
ideas de secta en ciertas ideas de gobierno y le decían lo que de
seguro me va a decir el señor Armentia: «apóstata». Bismarck contestaba:
«es verdad, pero cuando estaba allí era el jefe de una secta: ahora
estoy aquí y soy el jefe de una nación»; y como soy jefe de una nación,
aunque sin merecerlo, he sostenido en mis manos prerrogativas, las
regalías que por espacio de quince siglos ha tenido la nación española.
Yo no podía ni debía promover un conflicto religioso. Les podrá convenir
a ciertos hombres de Estado de Prusia y de Suiza suscitar conflictos
religiosos, pero a un hombre de Estado español en estas circunstancias,
no le conviene tener un enemigo más en la fe religiosa, que es muy
respetable, tan respetable o más que cualquier filosofía.
Después de todo, figurémonos que el gobierno no
hubiera querido usar de esta prerrogativa; el Papa hubiera nombrado los
obispos y los arzobispos, y entonces el gobierno hubiera tenido que usar
de principios contrarios a la libertad de la Iglesia , impidiendo que
estos obispos, que a los ojos de la ley escrita no eran tales obispos,
hubieran tomado posesión de sus sillas. De suerte que tenía que violar
los principios de la libertad religiosa, si es que a vosotros no os
parece que esos principios no se violan cuando se violan en contra de
los obispos. Es necesario no tener las preocupaciones volterianas, y
después de todo, lo que hemos hecho en esto ha sido dar una nueva prueba
de nuestro acatamiento, así a las leyes del Estado, como a la libertad
de la Iglesia. Porque el argumento de que hay presentado un proyecto de
ley es un argumento baladí, que me extraña haya empleado el señor Labra.
Pues qué, porque se haya traído un proyecto de ley repartiendo los
bienes de propios a censo, ¿no podemos venderlos? Pues lo estamos
vendiendo.
Las leyes no lo son en el régimen parlamentario
hasta que se discuten y aprueban. ¡Pues no faltaba más sino que todos
los delirios que los señores diputados tuvieran por conveniente
presentar sobre la mesa fueran leyes desde luego!
¿Y que digo del ejército, señores diputados?
¿Teníamos nosotros tiempo ni medios para organizarlo de otra manera?
¿Qué era lo urgente? Organizarlo en la forma que se podía. Y créame mi
amigo el Sr. Salmerón; no era posible en aquél momento supremo
improvisar esos medios. Gracias que vimos vestida, armada y equipada en
lo posible una parte de ese ejército, para lo cual hemos tenido que
gastar 400 millones en estos cuatro meses, y ahora hay que aumentar más
ese ejército, porque si no hay 50.000 hombres en las provincias
Vascongadas, 30.000 en Cataluña y 15.000 en el centro, y 15 ó 16.000
caballos, y en vez de esto nos ocupamos en la desorganización del
ejército y en promover la indisciplina, créanlo los señores diputados,
el peligro que no corrieron nuestros padres lo correremos nosotros; pues
mientras nosotros discutimos los mayores o menores grados de
federación, los carlistas se organizan, y si pronto no les ponemos un
ejército bastante a contenerlos, ellos procurarán venir sobre la ciudad
santa de su rey, que es Madrid.
Si por algo lamento con profundo dolor los
sucesos de esa insurrección que ha condenado a los habitantes de una
importante ciudad a abandonarla; que ha abierto los presidios y
convertido esa ciudad en un nido de piratas; que ha traído la
intervención extranjera, y que ayer mismo quemó 50 millones al destruir
la «Tetuán», es porque podríamos haber dispuesto de esa fuerza para
hacer frente a la insurrección carlista; por eso creo yo que la
República no tiene más que un enemigo temible: la demagogia, y entiendo
que es necesario evitarla a todo trance.
Ahora, señores diputados, solo me resta deciros
que, si soy sospechoso al partido republicano, si es que me habéis de
sustituir, lo hagáis pronto; porque si algo me apena es el Poder, y si
alguna cosa me halaga es el retiro de mi hogar, al que llevaré la
satisfacción de haber dado a mi país cuatro meses de paz en lo que me ha
sido posible, y en él pediré a Dios os dé el oportuno acierto para
salvar las dificultades que nos rodean y llevar adelante la República ;
lo que ciertamente no creo pueda conseguirse sin los medios que os acabo
de indicar, y que son los que exige la naturaleza de los sucesos por
que atraviesa la nación, pues delante de la guerra no hay más política
que seguir que la de la guerra.
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