En 1975 los españoles teníamos el gas, la electricidad y los productos petrolíferos antes de impuestos más baratos de Europa. A día de hoy, y sumando los déficits de tarifa, son los más caros no solo del continente, sino de toda la OCDE. La razón de esta monstruosidad tiene su origen, como todas las demás, en la infausta Transición y en la connivencia entre las oligarquías política, financiera y empresarial para repartirse España como si fuera un solar, y que en la energía se concretaría en la entrega a la oligarquía empresarial de los activos públicos petroleros y gasistas a un precio irrisorio y en la sustitución de los monopolios públicos con precios regulados por monopolios privados con precios libres.
Esta posición de monopolio, con la que nos han expoliado decenas de miles de millones, les ha permitido expandirse en el exterior con nuestro dinero mucho más agresivamente que el resto de empresas mundiales y hacerlo de una forma, por decirlo suavemente, manifiestamente mejorable. El efecto sobre España ha sido absolutamente devastador: desindustrialización masiva –la industria representaba en 1975 el 36% del PIB y hoy es menos del 15 %–, pérdida brutal de competitividad –después del trabajo, la energía es el principal factor de competitividad de una nación–, reducción de la renta disponible de las familias –al pagar por su energía hasta un 50 % más que la media de Europa– y, en consecuencia, reducción del consumo, del crecimiento y del empleo.
Después del modelo de Estado y del desastre del sistema financiero, los precios de la energía son la tercera causa en importancia de la ruina de España.
¿Cómo empezó todo?
El tema lo he vivido en primera persona, como consejero delegado de Enagas y luego de Campsa, como responsable designado por Enrique Fuentes Quintana del primer Plan Energético después de la muerte de Franco y, al abandonar Campsa, como presidente de Saroil, una empresa creada por mí y por Saras S.p.A., que llegaría a ser la mayor en ventas de productos petrolíferos después de las tres monopolistas, Repsol, Cepsa y BP. ¿Cómo de tener la energía más barata de Europa hemos pasado en menos de tres décadas a tener la más cara?
En 1984, y ante la entrada de España en la UE, los activos del Monopolio de Petróleos propiedad del Estado no fueron subastados entre las grandes petroleras mundiales –lo que habría garantizado un precio justo mas una elevada competencia y, en consecuencia, disfrutar de los precios más bajos posibles–. Miguel Boyer decidió hacer otra cosa. Con la soberbia y prepotencia que le caracterizaban, se negaría a escuchar las razones que le planteamos algunos y los entregaría a dedo a las refinerías españolas en proporción a su participación en los suministros al monopolio por una cifra irrisoria: 100.000 millones de pesetas, menos de una veinteava parte de su valor real. Fue un expolio histórico a los españoles.
Después del modelo de Estado y del desastre del sistema financiero, los precios de la energía son la tercera causa en importancia de la ruina de España
Los activos y contratos de gas propiedad de la empresa pública Enagas, de la que fui cofundador y consejero delegado a las órdenes de Rafael del Pino, se entregarían también a precio de saldo a los nacionalistas catalanes, a los mismos que dicen que España nos roba. Entonces las tarifas al público eran la media de Gaz de France y Rhurgas, las más bajas de Europa, pero una vez en manos de los nacionalistas las tarifas pasarían a ser el doble. Entre 1992 y 1998 las plusvalías obtenidas por los del “España nos roba” serían de dos billones de pesetas, más de 20.000 millones de euros, además del monopolio de por vida. Un saqueo inaudito al pueblo español. En el caso de gasolinas y gasóleos pagamos hoy unos 110 euros/m3 mas que Francia o Reino Unido, que para un consumo de 46 millones de m3/año en automoción, agricultura o calefacción, unos 5.000 millones de euros anuales de más. Dicho en corto: la oligarquía monopolista ha recibido de la oligarquía política licencia para robar y es en lo que están.
El broche final sería obra de Rato, que a través de una ley “de competencia” cerraría el mercado a través de la discriminación en el acceso a las redes logísticas. Otra empresa gasista creada por un servidor y Massimo Moratti, dueño del Inter de Milan y la mejor persona que he conocido nunca, después de habernos asegurado suministros de gas a bajo precio de la noruega Statoil y de la rusa Gazprom, no pudo traer el gas a España porque Gas Natural nos impidió el acceso a las red. La CNE, cuya finalidad era precisamente el garantizar ese acceso, se lavó las manos con total desvergüenza. No estaba dispuesta a perjudicar a los de “España nos roba” permitiendo que los españoles tuvieran el gas un 20% más barato.
En el sector eléctrico, un oligopolio análogo al petrolero, la llamada “liberación” permitió un expolio masivo a los consumidores. En poco tiempo subió las tarifas un 38% a familias y empresas y después exigieron compensaciones por todo. Por “competir” inventarían los CTC, que les permitirían depredar a los españoles 11.000 millones de euros. ¿Dónde está la competencia? Se llevó al Constitucional y ¿saben qué dijo? Que este expolio de 11.000 millones era una “decisión política legítima”. Desde entonces manipulan el sistema de fijación de precios como les viene en gana y realizan mil tropelías más, y aunque han sido denunciados varias veces, nunca ha pasado nada.
En línea con ello, las remuneraciones de sus Consejos de Administración y órganos ejecutivos son las más elevadas de Europa y de la OCDE. Y luego, el apocalipsis; en su último Consejo, el Gobierno Aznar aprobó la ley de energías renovables más disparatada del planeta. Otorga las primas más altas y por más tiempo del mundo, que no se reducen, como en el resto de países, con las mejoras tecnológicas, y que no están diseñadas para beneficiar al consumidor sino para saquearle. En la mayoría de países, las primas a la fotovoltaica se conceden a consumidores individuales, jamás a grandes instalaciones.
En Manhattan, con menos habitantes que Madrid, existen 76 gasolineras y 36 empresas petroleras diferentes. Madrid capital tiene mucha más población y solo dos empresas: Repsol y Cepsa copan el 80%
Y para completar el desastre se cedió a las comunidades la concesión de los permisos. La autorización por parte de un cacique local de un gran parque eólico podía valer –solo la obtención del papel– hasta 200 millones de euros, y de una gran fotovoltaica, hasta 40 millones. Unos pelotazos de antología, y eso solo para empezar. Luego, como en ocho años se amortiza la inversión, quedan 22 para inflarse. Todo un tsunami de corrupción incontrolado que nos ha llevado a tener la mayor potencia eólica y solar del mundo y el doble de capacidad de generación eléctrica de la necesaria. Un tercio del recibo de la luz son las primas a las renovables. 9.500 millones nos costarán este año, un 23% más que en 2011. La fotovoltaica cuesta diez veces más que la media de fuentes de generación. La luz ha subido un 70% desde 2006, el triple que en Europa según Eurostat, lo que está aniquilando cientos de miles de empleos y miles de industrias. Es el mayor expolio de la historia industrial de España.
Y la última tropelía, la energía termosolar, que carece de justificación alguna. Se decidió una moratoria en enero y ¿qué ha pasado? Pues que desde entonces se han instalado 700 Mw porque estaban “preinscritos” por los amigos de Montoro y la alta nobleza andaluza. ¡Inconcebible! Si estaban preinscritos se devuelve lo gastado demostrable y se acabó. Y ahora, Cristóbal, explícanos con qué cara nos vais a decir en poco tiempo que hay que reducir las pensiones, recortar el dinero del paro, y subir impuestos. Y a la vez, explicas a la gente que esta golfada que España no necesita nos va a costar 1.000 millones de euros al año durante 30 años. Con una economía en caída libre, el paro al mayor nivel de la historia y una de cada cuatro de las familias en la pobreza, es simplemente de cárcel.
¿Y cómo se arregla esto?
Pues es asombrosamente sencillo: obligando a cumplir la legislación comunitaria. El cierre del mercado a la competencia con la bendición de De Guindos, entonces responsable de abrirla, fue tan brutal que todas las grandes petroleras que operaban en Españ –Shell, Texaco, AGIP o Conoco– tuvieron que marcharse. Así que dejen de mentir y acaben con el expolio de las petroleras encabezadas por Repsol, que está haciendo pagar a los españoles su desastrosa gestión en Argentina y otros lugares multiplicando por dos el margen de comercialización en gasolineras, de 14 a 28 pesetas el litro –8 a 16 céntimos de euro–, el mayor abuso de posición dominante de que se tiene memoria.
En Nueva York, Manhattan más concretamente, con menor población que Madrid, existen 76 gasolineras y 36 empresas petroleras diferentes, la mayoría extranjeras –desde Repsol a Lukoil–. Madrid capital tiene mucha más población y solo dos empresas. Repsol y Cepsa copan el 80%.
¡Así que hagan lo que se hace en el mundo civilizado cuando no hay competencia! Ir a un sistema de precios máximos, de forma que el precio antes de impuestos en una semana concreta no pueda superar la media de precios de la semana anterior de Alemania, Francia y Reino Unido. Y con el gas natural, exactamente lo mismo, pero con más motivo, porque el abuso es mucho mayor. Esto bajaría de inmediato los precios del gas hasta un 25% y los de las gasolinas y gasóleos hasta un 15%. Y si tiene dudas, señor ministro, quedo a su disposición para explicarle gratis cómo se implementa. Lo hice en los ochenta y funcionó como un reloj.
En el sector eléctrico. Primero: las renovables son totalmente innecesarias, así que reduzcan las subvenciones a niveles de Reino Unido o Estados Unidos. Las que puedan, que funcionen, y el resto que cierren. Lo de la de seguridad jurídica en un país donde no existe tal cosa para la gente de a pie mientras las élites están por encima de la Ley es un insulto a todo un pueblo. Cualquier gobierno civilizado cambia las leyes que hagan falta para acabar con un expolio que ha venido de la mano de un océano de corrupción casi inimaginable. Segundo, una quita del déficit de tarifa, al menos de lo que nos han robado con los CTC y la garantía de potencia. Tercero, implantar un sistema de cálculo de tarifas similar al de Francia, donde como aquí existe un monopolio, pero con precios regulados, no libres.
Cuarto, permítase, como en muchos países, a asociaciones de empresas y ayuntamientos de grandes ciudades construir sus propias centrales. ¡El precio bajaría a la mitad!
En definitiva, las soluciones son claras y los efectos inmediatos. Solo necesitan voluntad política. Pero como Rajoy es un cobarde incapaz de enfrentarse a los monopolios, seguiremos pagando los precios más altos de Europa. Y todo lo que se les ocurre a estos trileros es pasar a los Presupuestos 2012 3.500 millones de las renovables, “para aliviar el recibo de la luz” y llevarse ¡el 60% de la subida del IRPF! Y además quitan la tarifa regulada a 16 millones de los clientes más desfavorecidos y los arrojan a los leones del llamado mercado “libre”, donde les subirán la luz a más del doble en pocos meses. No solo legislan para sus amigos; además son absolutamente despiadados. Y para el resto de españoles, como el déficit será tres veces mayor que el previsto por los genios de la CNE, las tarifas subirán brutalmente en 2013.
Es lo que España necesita para salir de la crisis.
"Y recordé aquel viejo chiste, aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice: "Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina". Y el doctor responde: "¿Pues por qué no lo mete en un manicomio?". Y el tipo le dice: "Lo haría, pero necesito los huevos". Pues, eso más o menos es lo que pienso sobre las relaciones humanas, saben, son totalmente irracionales y locas y absurdas, pero que continuamos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos." Woody Allen (Annie Hall)
martes, 30 de octubre de 2012
domingo, 28 de octubre de 2012
Emilio Castelar
Discurso de Castelar, el 2 de enero de 1874,
pronunciado ante las Cortes de la Primera República, explicando las
causas de la quiebra de la República proclamada el 11 de febrero de
1873.
A las Cortes constituyentes:
SEÑORES DIPUTADOS: El gobierno de la nación,
fiel a los compromisos contraídos con vosotros, y a los deberes
impuestos por su conciencia y su mandato, viene a daros cuenta del
ejercicio de su poder, y a rendiros con este motivo el homenaje de su
acatamiento y de su respeto.
Fatídicas predicciones se habían divulgado sobre
la llegada de este día; fatídicas predicciones desmentidas por la
experiencia, que ha demostrado una vez más cómo en las repúblicas no
entorpece la fuerza del poder al culto por la legalidad. Las
generaciones contemporáneas, educadas en la libertad y venidas a
organizar la democracia, detestan igualmente las revoluciones y los
golpes de Estado, fiando sus progresos y la realización de sus ideas a
la misteriosa virtud de las fuerzas sociales y a la práctica constante
de los derechos humanos. Tal es el carácter de las modernas sociedades.
Pero si el desorden, si la anarquía, se apoderan
de ellas y quieren someterlas a su odioso despotismo, el instinto
conservador se revela de súbito, y las lleva a salvarse por la creación
casi instantánea de una verdadera autoridad.
Así, el funestísimo período en que una parte
considerable de la nación se vio entregada a los horrores de la
demagogia, dividiéndose nuestras provincias en fragmentos, donde reinaba
todo género de desórdenes y de tiranías, las Cortes ocurrieron al
remedio de este grave daño, creando poderes vigorosos y fuertes.
El gobierno ha ejercido estos poderes, que eran
omnímodos, con lenidad y con prudencia atento a vencer las dificultades
extrañas más que a extremar su propia autoridad.
Dondequiera que ha habido un amago de desorden,
allí ha estado su mano con prontitud y con energía. Dondequiera que ha
habido una conjura, allí ha entrado con ánimo resuelto y verdadero celo.
El orden público se ha mantenido ileso, fuera del radio de la guerra, y
las clases todas se han entregado a su actividad y a su trabajo.
Desgraciadamente la criminal insurrección que ha
tendido a romper la unidad de la patria, esta maravillosa obra de
tantos siglos, apoderándose de la más fuerte entre todas nuestras
plazas, del más provisto entre todos nuestros arsenales, de los más
formidables entre todos nuestros barcos de guerra, mantiene al abrigo de
inexpugnables fortalezas su maldecida bandera, que todavía extiende
sombras de muerte sobre el suelo de la República y esperanzas de
resurrección en las pasiones de la demagogia. La falta de tropas y de
recursos ha retardado la toma de la plaza, que no puede menos caer
pronto a los pies de esta Asamblea, si se tiene en cuenta la actividad y
la pujanza de los sitiadores, el decaimiento y la penuria de los
sitiados.
Este sitio ha apenado a la nación por sí, y por
la directa complicidad que ha tenido con el aumento de las fuerzas
carlistas y con los progresos de sus numerosas partidas. Mientras los
cañones separatistas disparaban sus balas al pecho de nuestro ejército,
casi le herían por la espalda las huestes rebeladas en armas contra la
civilización moderna, y en tanto número esparcidas por los antiguos
reinos de Valencia y Murcia.
Digámoslo con varonil entereza. La guerra
carlista se ha agravado de una manera terrible. Todas las ventajas que
le dieron la desorganización de nuestras fuerzas, la indisciplina de
nuestro ejército, el fraccionamiento de la patria, los cantones erigidos
en pequeñas tiranías feudales, la alarma de todas las clases y las
divisiones profundísimas entre los liberales, ha venido a recogerlas y a
manifestarlas en este adversísimo período.
Las provincias Vascongadas y Navarra se hallan
poseídas casi por los carlistas, y las ciudades levantan a duras penas
sobre aquella general inundación sus acribillados muros. Por la
provincia de Burgos amenazan constantemente el corazón de Castilla; y
por la Rioja pasan y repasan el Ebro como acariciando nuestras más
feraces comarcas.
El Maestrazgo se encuentra de facciones
henchido; y los campos de Aragón y Cataluña talados e incendiados, presa
de esta guerra calamitosa, implacable. Por todas partes, como si el
suelo estuviera atravesado de corrientes absolutistas, se ven brotar
partidas, mezcla informe de bandoleros y de facciosos. Las consecuencias
de los errores de todos se han tocado a su debido tiempo. La República ,
que estáis llamados a fundar, pasa en su origen por las mismas
durísimas pruebas por que pasó en la serie de los humanos progresos la
monarquía constitucional.
No olvidéis, pues, que estamos en guerra; que
debemos sostener esta guerra; que todo a la guerra ha de subrogarse, que
no hay política posible fuera de la política de guerra. No olvidéis que
peligran en este trance nuestra recién nacida República y nuestra
antigua libertad, las conquistas de la civilización, los derechos que
tenemos a ser un pueblo moderno, un pueblo europeo.
Y no olvidéis que la política de guerra es una
política anormal, en que algunas funciones sociales se suspenden, y en
que precisa transitoriamente sacrificar alguna manifestación de la
libertad, no de otra suerte que en la fiebre se debe suspender por
necesidad la alimentación ordinaria, que es tan precisa a la vida.
Porque, Sres. Diputados, o la guerra no es nada,
o es por su propia naturaleza una gran violencia contra otra gran
violencia, un despotismo contra otro despotismo: en que de algún lado se
halla la razón, pero sin contar para prevalecer con otro medio que la
fuerza.
Permitidme aconsejaros, sin embargo, que uséis
de estos medios de excepción y de fuerza con la templanza y la energía
con que en su guerra de independencia y en su guerra de separación los
usaron aquellos que se llamarán en la historia moderna los fundadores de
la democracia y de la República.
Nosotros hemos tenido estos medios en nuestras
manos, y los hemos usado con toda modernización, prefiriendo que nos
creyeran débiles a que nos creyeran crueles, convencidos de que basta
querer imponer la autoridad para que la autoridad se imponga.
Además de estos medios políticos se necesitan
fines políticos también. Y estos fines políticos deben ser, recordando
en el nacimiento de nuestras instituciones que todos los seres recién
nacidos son seres imperfectos, proponeros, no una República de escuela o
de partido, sino una República nacional ajustada por su flexibilidad a
las circunstancias, transigente con las creencias y las costumbres que
encuentra a su alrededor, sensata para no alarmar a ninguna clase,
fuerte para intentar todas las reformas necesarias, garantía de los
intereses legítimos y esperanza de las generaciones que nacen
impacientes por realizar nuevos progresos en las sociedades humanas.
No olvidéis cuán formidable es el enemigo que
tenemos enfrente; alimentado por antiguas y tradicionales ideas Poseedor
de regiones enteras las más agrias y más inaccesibles de nuestro suelo,
jefe de un ejército disciplinado y valerosísimo; esperanza de aquellos
que han perdido la fe de vivir con el reposo de los pueblos civilizados y
libres entre el oleaje de nuestras continuas revoluciones.
Y lo decimos
muy claro, lo decimos muy alto; en virtud de estas patrióticas
consideraciones nuestra política ha tendido, aunque tímidamente, a
guardar la dirección del gobierno en lo posible a los propagadores de la
República pero agrupando en torno de la República a todos los elementos
liberales y democráticos para oponer esta débil unidad a la formidable
unidad del absolutismo.
Pero no basta: para proseguir y terminar la
guerra con los medios políticos se necesitan al mismo tiempo los medios
militares. Mucho se ha declamado contra el ejército pero a medida que se
avanza en la experiencia de la vida se ve más clara la necesidad
imprescindible que tienen los pueblos del ejército. Mucho se ha
extrañado la inmensa importancia dada a la profesión militar; pero
cuando se medita que en medio del egoísmo general representa el ejército
la abnegación de sí mismo, y la sujeción a las leyes rigurosas, en las
cuales se anula toda personalidad, llevando este grande y continuo
sacrificio hasta inmolar su vida propia por la vida y el reposo de los
demás, se comprende y se comparte el orgullo con que han mirado todos
los pueblos cultos las glorias de sus ejércitos.
Algunos pasos ha dado este Gobierno en el camino
de afianzar el ejército: primero, la rehabilitación de la ordenanza;
segundo, el restablecimiento de la disciplina; tercero, la reinstalación
de la artillería; cuarto, la distribución de los mandos entre los
generales de todos los partidos, lo cual da al ejército un carácter
verdaderamente nacional. Reclutarlo, reunirlo, establecerlo, equiparlo,
armarlo; restaurar la disciplina, vigorizar la ordenanza; hacerlo tan
rápido para ahogar en su germen el motín, como sufrido para sostener en
su rudeza la guerra, ha sido obra de cortos días y de largos resultados.
La verdad es que por la República el ejército ha
combatido en Barbarin, en Monte-Jurra y Belavierre, en Estella, en
Berga y en Monreal; por la República el ejército, antes indisciplinado,
de Cataluña, ha hecho en todas partes prodigios de heroísmo; por la
República ha empapado en sangre las montañas y las llanuras de Arés y
Bocairente; por la República ha engendrado en su fecundo seno nuevos
héroes, y ha tenido en sus gloriosos anales nuevos mártires. Si la
guerra civil ha de proseguir con vigor y ha de acabar con éxito, precisa
que inmediatamente autoricen las Cortes el llamamiento de nuevas
reservas que caigan sobre el Centro, sobre el Norte, sobre Cataluña, y
contrasten la pujanza de los absolutistas.
El pueblo armado ha contribuido también a
sostener la causa de la libertad. Desvanecidos los delirios
separatistas, engendro fatídico de un momento, el pueblo armado en todas
partes corrió a defender nuestros derechos, a salvar nuestras queridas
instituciones. Así el Gobierno se ha apresurado, en virtud de la
autorización que le concedisteis, a formar una milicia en la cual tomen
parte todos los ciudadanos. De esta suerte, los españoles, sin excepción
alguna, contribuirán a la defensa nacional y equilibrarán sus fuerzas:
que no hemos salido de la tiranía de los reyes para entrar en la tiranía
de los partidos.
Los que se quejan de la decadencia del espíritu
público; los que creen al pueblo indiferente entre el absolutismo y la
República , pueden recordar los voluntarios de Mora de Ebro, gastando
hasta el último cartucho sin perder la última esperanza; los voluntarios
de Bilbao aguijoneados de la misma decisión que sus padres; los
voluntarios de Olot, de Puigcerdá, de Barberá, de Tolosa, de
innumerables pueblos; los voluntarios de Tortellá, que después de haber
perdido sus casas y sus bienes se consolaban con haber conservado en la
desnudez y en el hambre su libertad y su República.
A pesar de tanto esfuerzo material hubiera sido
imposible sostener la guerra sin grandes y extraordinarios recursos.
Conocida la penuria del Tesoro, os maravillará que hayamos podido
ocurrir a los onerosísimos gastos de la guerra, que han subido a 400
millones de reales en este último interregno parlamentario. Es preciso,
es urgente arreglar nuestra deuda y aumentar nuestros disminuídos
ingresos sí hemos de salvar la Hacienda y restablecer la paz.
Pero no basta con obras de consolidación; se
necesitan obras de progreso; no basta con atender a la conservación de
nuestras instituciones; se necesita mejorarlas y reformarlas, que no
somos un gobierno exclusivo como los antiguos; somos y debemos ser un
gobierno de estabilidad y de progreso a un tiempo. Y las reformas que
más urgen son: establecimiento inmediato de la instrucción primaria
obligatoria y gratuita, pagándola por el presupuesto general de la
Nación , a fin de evitar la miseria de los maestros de escuela, mal y
tarde retribuidos, por regla general, en los ayuntamientos; separación
de la Iglesia y del Estado para que a un tiempo la conciencia consagre
todos sus derechos, y el gobierno tome el carácter imparcial que entre
todos los cultos le imponen nuestras libertades; abolición de toda
corvea, de toda servidumbre, de toda esclavitud, para que solo haya
hombres libres en el seno de nuestra República, lo mismo aquende que
allende los mares.
Si obedeciendo al doble movimiento de
conservación y de progreso que impulsa a las sociedades modernas entráis
en una política mesurada y conseguís un gobierno estable, será
reconocida por Europa nuestra República. Ninguna nación, ningún gobierno
tiene ya hoy antipatías invencibles a la forma republicana, como
sucedía a fines del pasado siglo. Todos quieren a una que se establezca
aquí un gobierno que dé verdaderas garantías al orden público y a los
cuantiosos intereses que para el comercio universal entraña nuestro rico
suelo.
Una grave, gravísima cuestión internacional
surgió en este crítico período con motivo del apresamiento del
«Virginius». El gobierno os presentará el protocolo de este asunto, y en
él podéis ver si ha sido feliz evitando una guerra más a nuestra Patria
y sosteniendo los principios de derecho internacional sobre que
descansan las relaciones de las sociedades humanas entre sí. Con motivo
de este suceso hemos recibido nuevas pruebas de la amistad de muchos
gobiernos, y nos hemos persuadido una vez más, al imponer a nuestra
grande Antilla un tratado, que repugnaba a su susceptibilidad nacional,
que el nombre de España es allí tan sólido y tan duradero como el mismo
suelo de la isla.
No hemos descuidado ni desatendido ninguno de
los derechos de nuestra Patria, y por eso en la cuestión de las sedes
vacantes hemos creído velar por prerrogativas antiguas y tradicionales, a
las que solo vosotros, representantes del pueblo, podéis legítimamente
renunciar.
Nuestra situación, grave bajo varios aspectos,
se ha mejorado bajo otros. El orden se halla más asegurado, el respeto a
la autoridad más exigido arriba y más observado abajo. La fuerza
pública ha recobrado su disciplina y subordinación. Los motines diarios
han cesado por completo. Ya nadie se atreve a despojar de sus armas al
ejército, ni el ejército las arroja para entregarse a la orgía del
desorden. Los ayuntamientos no se declaran independientes del poder
central, ni erigen esas dictaduras locales que recordaban los peores
días de la Edad media. Las diputaciones provinciales no se atreven a
convertirse en jefes de la fuerza pública. El orden y la autoridad tiene
sólidos fundamentos, que siéndolo de la República , lo son también de
la democracia y de la libertad.
Es necesario cerrar para siempre
definitivamente, así la era de los motines populares, como la era de los
pronunciamientos militares. Es necesario que el pueblo sepa que todo
cuanto en justicia le corresponde puede esperarlo del sufragio
universal, y que de las barricadas y de los tumultos solo puede esperar
su ruina y su deshonra. Es necesario que el ejército sepa que ha sido
formado, organizado, armado para obedecer la legalidad, sea cual fuere:
para obedecer a las Cortes, dispongan lo que quieran; para ser el brazo
de las leyes. Los hombres públicos debían todos decir, así a los motines
populares como a las sediciones militares: si triunfaseis aunque
invoquéis mi nombre, aunque os cubráis con mi bandera, tenedlo
entendido, nos encontraréis entre los vencidos: que a una victoria por
esos medios, preferimos la proscripción y la muerte.
Afortunadamente es universal la convicción de
que la República abraza toda la vida: de que es autoridad y libertad,
derecho y deber, orden y democracia, reposo y movimiento, estabilidad y
progreso, la más compleja y la más flexible de todas las formas
políticas; inspirada en la razón, y capaz de amoldarse a todas las
circunstancias históricas término seguro de las revoluciones, y puerto
de las más generosas esperanzas.
También es universal la creencia de que la
restauración monárquica solo traería en pos de sí una serie de
convulsiones inacabables, porque nadie puede someter generaciones
educadas en la libertad y en la democracia al yugo que han visto roto y
deshecho a sus plantas, si las desgracias de una doble guerra han
exigido la suspensión de algunos derechos, el eclipse de alguna libertad
en el seno de la República , dejadla en su movimiento pacífico, y
veréis con qué prontitud y con qué solidez recobra su propia naturaleza.
Lo necesario, lo urgente es crear lo estable,
erigirla en las bases del asentimiento universal, llamar con eficacia a
todos los partidos liberales a su seno, desposeerse del egoísmo que
acompaña al poder para tornar la expansión infinita que ha menester la
democracia, atraerle todas las clases, demostrando a unas que en ella el
progreso es seguro, aunque pacífico, y a otras que en ella la necesidad
de la conservación se impone con la más incontrastable de las fuerzas,
con las fuerzas de toda la sociedad.
Proponiéndoos una conducta de conciliación y de
paz, que aplaque los ánimos y no los encone, que sea a un tiempo la
libertad y la autoridad, Sres. Diputados, podéis apelar de las
injusticias presentes a la justicia definitiva, y cuando haya pasado el
período de lucha y de peligro, encerraros en el olvido del hogar,
mereciendo a vuestra conciencia y esperando de la historia el título de
propagadores, fundadores y conservadores de la República en España.
***
SEÑORES DIPUTADOS: Hora es ya de que resolvamos
esta crisis; a la altura en que nos encontramos, opresa la Cámara del
sueño, opreso yo mismo de la inquietud que me inspira mi grande
responsabilidad, ya que ahora soy árbitro del tiempo, seré breve.
Seré breve, me defenderé brevemente, para que no
se crea que defiendo el poder que acepté casi impuesto, el poder que he
mantenido vigorosamente en mis manos, el poder que entrego íntegro a
esta Cámara republicana.
Señores Diputados, la situación en que se
encuentra el presidente del Poder ejecutivo ha sido con grande
elocuencia resumida en breves frases por mi amigo el Sr. Labra. Me ha
dicho mi amigo el Sr. Labra que yo inspiro recelos y sospechas al
partido republicano. No trato de tachar de inconsecuente al Sr. Labra,
aun cuando S.S. me ha tachado a mí de tal; yo lo he confesado, y creo
que la inconsecuencia tiene una grande justificación cuando se inspira
en grandes móviles. Yo he consumido parte de mi tiempo en una sociedad
literaria, de la cual era miembro el Sr. Labra, y allí contendíamos, él
defendiendo la monarquía siendo un niño, y yo defendiendo la República
siendo muy joven. ¡Quién me había de decir a mí que el Sr. Labra
monárquico hasta la última hora de la monarquía, y ahora desinteresado
republicano, vendría a decirme que inspiro recelos a un partido por el
cual he sacrificado mi existencia y he sido condenado a garrote vil por
la tiranía de los Borbones! ( Grandes aplausos ).
Sin embargo, tengo que decir una cosa. Yo nunca
le he sido sospechoso al partido republicano en la oposición; le soy
sospechoso cuando el partido republicano tiene el poder, cuando es
árbitro de la fortuna y de los tesoros de la Nación , y si le soy
sospechoso, es porque le digo que él solo no puede salvar la República ;
es porque le digo que está perturbado; es porque le digo que no
gobernará como no condene enérgicamente esa demagogia. ¿Y quién tiene
derecho a extrañarse de que yo, presente en el partido republicano el
elemento más conservador por excelencia del partido republicano? ¿Dónde
estaba yo a los 21 años, cuando se empezó una lucha entre La Discusión y
La Soberanía Nacional ? Estaba con el más moderado de aquellos
periódicos, con La Discusión . Más tarde vino la lucha que ahora también
nos separa, y en aquel gran debate, mientras unos republicanos se
encontraban de parte de la utopía socialista, que prometía no sé qué
edenes que no han podido traer a la tierra, yo me encontraba de parte de
los individualistas.
Adelantaron los tiempos, llegamos al terreno
práctico; unos republicanos decían que no querían aliarse con los
progresistas, ni aun para derribar a los Borbones y otros republicanos,
en mi sentir más prácticos y más conservadores, decíamos que si no nos
aliábamos con los progresistas para esta obra común, ellos entrarían en
la Cámara , acatarían a los Borbones, serían llamados al poder y
perderíamos toda esperanza para la democracia y para la República en
España. Por consecuencia, me encuentro hoy casi en la misma situación en
que me encontraba antes de la revolución de setiembre. Yo estaba por la
coalición; los que ahora me combaten estaban por el aislamiento. Con
vuestro aislamiento os hubierais consumido en vuestras cátedras, en
vuestros periódicos y en vuestras academias; con mi coalición ha venido
la libertad, la democracia y la República.
Vino después el momento de la revolución de
septiembre; y yo, teóricamente republicano, teóricamente federal, dije,
sin embargo, a los hombres más eminentes de aquella revolución: habéis
convenido en los derechos individuales y en el sufragio universal
aceptando la monarquía, pues yo soy más conservador que vosotros: yo no
tengo inconveniente en que me limitéis el sufragio y los derechos
individuales, con tal que ante todo y sobre todo me deis nuestra querida
República.
Y luego, señores, vino la grande inconsecuencia
de la revolución, que fue el haber levantado sobre tan generosos
principios una monarquía, y para mayor mengua, una monarquía extranjera.
Yo entonces busqué los procedimientos de acabar con aquella monarquía;
una parte considerable del partido republicano se inclinaba a los
procedimientos de fuerza; y yo, como más conservador, me inclinaba a los
procedimientos parlamentarios. Pronuncióse en aquellos momentos la
palabra benevolencia, que fue el veneno que mató la monarquía
democrática. Y yo desde el momento en que pronuncié aquella palabra, ¿no
fuí un aliado fidelísimo e incansable del partido radical? ¿No le apoyé
directamente con mis votos, e indirectamente con mi silencio?
Vino la República , no traída por los
republicanos, que no tienen derecho a llamarse los fundadores de la
República , sino traída por los radicales; así es que yo entré a formar
parte con gran satisfacción de un ministerio en que había elementos
radicales; y la noche triste para la República del 24 de Febrero, en que
aquella coalición se rompió, yo dije a la minoría republicana el abismo
a que se arrastraba a la República. Ya estamos en el fondo de ese
abismo.
Yo dije a la minoría que teníamos pocos hombres
que pudieran representar grandes agrupaciones; que esos hombres
acabarían muy pronto, y que el día en que sucumbieran de estos hombres
tres o cuatro, corría los pueblos latinos aman las personificaciones más
que las ideas, moriría con ellos la República. Pues bien; ya están
desacreditados todos. ( Rumores en la izquierda )
Meceos en vuestras ilusiones; somos más
impopulares que los moderados, que los conservadores, que los radicales,
porque nuestra impopularidad es más reciente y nuestros errores se
tocan más de cerca. Por consiguiente, ¿que va a pasar a esta República?
¿Dónde está el hombre que va a llevar sobre sus hombros el peso de este
monte Atlante que se llama República? Es muy fácil hablar de que no se
aceptará el poder de que grandes compromisos impiden apoyar a un
gobierno; pero cuando este gobierno cae, cuando la autoridad va a
encontrarse huérfana, cuando apenas puede salir de esta Cámara un
ministerio viable, decidme: ¿Qué doctor Dulcamara tenéis, filósofos sin
realidad en la vida? ( Grandes aplausos )
¿Por ventura he dejado de apoyar yo a alguno de
los hombres del partido republicano? Yo apoyé al Sr. Figueras hasta el
último momento; yo apoyé constantemente al Sr. Pi, y no me arrepiento de
ese apoyo, y luego apoyé al Sr. Salmerón con todo mi corazón, porque es
mi amigo, mi condiscípulo, mi discípulo, uno de los filósofos que más
ilustran nuestra patria, y porque le quiero con toda la efusión de mi
alma.
¿Y qué sucedió? Que un día, después de agotados
todos los medios de fuerza, el Sr. Salmerón no pudo vencer ciertos
obstáculos y ciertos escrúpulos nacidos de su conciencia.
Entonces yo me encontraba en la presidencia de
esta Cámara en una beatitud perfecta, sin ninguna responsabilidad,
alejado del poder, que me repugna más cada día, y tuve que bajar de mi
Olimpo y venir a este potro. ¿Y por qué bajé? Porque así me lo exigía el
deber, porque yo no podía volver la cara al peligro ni rehuir
responsabilidades.
El Sr. Labra nos decía: ¿por qué no imitáis la
conducta del rey don Amadeo, que se fue antes de violar los principios
democráticos? El rey D. Amadeo procedió noblemente, pero el Sr. Labra ha
de permitirme que le diga que al rey D. Amadeo no le interesaba España
tanto como me interesa a mí. Él iba a tierra donde reposan los huesos de
sus padres. Yo tenía que quedarme aquí hasta morir, si es preciso, para
que no perezcan en manos de la República la salud, la integridad de la
patria. Y me quedé.¿Y en qué situación me encontré? ¿Era, por ventura,
la situación del momento la que me preocupaba y afligía? No; con gran
patriotismo, con gran energía, el ministerio Salmerón había dulcificado
aquella situación: pero yo veía los resultados del desmembramiento
cantonal, de la indisciplina militar, de la falta de toda autoridad
arriba y toda obediencia abajo; yo veía los peligros que se cernían
sobre nuestras cabezas, en el momento en que era necesario arrancar a
las madres sus hijos y lanzarlos a la lucha, a la muerte, y pedí
dificultades extraordinarias. Las he usado, y desafío a todo gobierno
que quiera seguir la guerra con vigor a que gobierne con los mismos
procedimientos en tiempos normales que en tiempos anormales.
Y, señores, ¿a quién he engañado yo? ¿Qué
fórmula di que no haya planteado?¿Qué promesa hice que no haya
cumplido?¿Os dirigíais a un enigma, a una esfinge? Os dirigíais a un
repúblico que había dicho cuanto pensaba hacer. Dijo que pensaba
restablecer la ordenanza, vigorizar la disciplina, sacar con mano fuerte
las reservas, aplicar la pena de muerte, conferir los mandos militares a
generales de todos los partidos. ¿Y qué he hecho, Sres. Diputados, sino
cumplir las promesas que os hice? ¿Quién puede llamarse a engaño?
¿Quién puede decir que yo soy desleal? ¿Sabéis por qué he hecho todo
eso? Por salvar la República , que pongo sobre la libertad, sobre la
democracia, sobre todo, porque no hay mejor signo de redención, de
emancipación para generaciones educadas en la tiranía de los reyes que
adquirir la República. Así es que yo soy liberal, muy liberal; y se
conoce que soy liberal en que, habiendo tenido toda clase de poderes,
casi no he usado de ellos.
Yo soy demócrata por temperamento, por
convicción, por historia: pero así como amo el sol, y el sol tiene
eclipses, así cuando los fétidos pantanos de las antiguas creencias
arrojan sus mías más por todas partes; cuando este suelo estremecido por
tantas tradiciones absolutistas levanta cráteres que pueden incendiar
hasta la médula de nuestra libertad y de nuestros derechos, entonces
consiento que el humo y los vapores nublen el sol de la democracia
seguro de que ese sol ha de ser eterno y esplendoroso. Pero antes que
liberal, antes que demócrata, soy republicano, y prefiero la peor de las
repúblicas a la mejor de las monarquías; y prefiero una dictadura
militar dentro de la República , al más bondadoso de todos los reyes.
Porque, señores, está en la naturaleza de las
monarquías; les sucede siempre a las monarquías, que, tarde o temprano,
anulan los derechos de las democracias; como sucede siempre a las
Repúblicas que admiten el espíritu de su siglo. Y si no, ¿creéis que
política ni aun socialmente es comparable el estado de las monarquías
europeas con tantos siglos de grandezas, de glorias y de conquistas, con
el estado político de las Repúblicas de América? Pero hay aquí una
cosa, y es, que si la República de mis ideas y de mis ensueños pudiera
realizarse, habría pocas repúblicas tan hermosas. Yo la pondría todas
las preseas y todas las galas del arte, y haría que en ella todos los
hombres practicaran todas las virtudes; pero, Señores Diputados, lo que
yo tengo que hacer es la República de la realidad; y os digo que es una
ley, no histórica, sino fisiológica, que todos los seres nazcan
imperfectos. La encina que ha de desafiar el huracán y los siglos, es en
su nacimiento un débil tallo que se doblega bajo el ala del insecto.
El grande, el ilustre pensador que descubrió el
cálculo infinitesimal y que adivinó la ley de la gravitación universal,
estuvo en su cuna tan falto de inteligencia y de palabra como el último
de los imbéciles. Y lo mismo ha sucedido a las repúblicas: la griega fue
en su origen una oligarquía; la romana un patriciado; las de la Edad
media una lucha entre caballeros feudales y condotieres y gente de
municipio; la holandesa, con haber dado la libertad de conciencia y de
comercio al mundo, fue el coto de algunos señores, que luego rigieron
los primeros tronos de Europa; la misma República suiza que hoy se
admira tanto, colección de cantones feudales, donde mandaban abades y
señores y a veces hasta monjas: la República francesa, la dictadura más
sangrienta y más abominable que han conocido los siglos.
La misma República de los Estados Unidos no pudo
salvarse sino por diez años de dictadura; que todos los seres, cuando
más perfectos han de ser en su desarrollo nacen más imperfectos y más
débiles. Por consecuencia, lo que yo deseo es que tengamos la República
posible; y lo que quiero y se lo digo en su cara al partido republicano,
es que tenga la mayor abnegación posible; que se deshaga cuanto pueda
del poder, y que imite a aquellos artistas de la Edad media que después
de haber levantado las más maravillosas catedrales, no ponían su nombre
en una sola piedra.
¿Sabéis por qué? Porque yo no necesito la
adhesión de los republicanos a la República ; lo que necesito es que la
sostengan los elementos que no son republicanos, o que lo son hace poco,
y por eso quiero, usando la frase vulgar, resellarlos para la
República. No he hecho esa política porque no he podido: los ministros
que hay aquí no son unionistas, no han apoyado a Posada Herrera, no han
sido ni siquiera progresistas, y por consiguiente, no autorizan a que se
diga que yo traigo al poder los partidos contrarios a la República.
Pero lo declaro con franqueza: si algún día fuese árbitro de traerlos,
si tuviera confianza en que habían de ser republicanos por convicción o
por necesidad, os lo aseguro, no me tachéis de desleal, los traería al
poder. Ya lo sabéis: proceded en consecuencia.
Y aquí veo a algún amigo mío arrojarme otra vez
las palabras «ahí tenéis a López: López hizo lo mismo; trajo los otros
partidos al poder y lo devoraron a él». Pero, señores, ¿cuál fue el
primer crimen de aquellos hombres? El haber combatido rudamente al
general Espartero, sacrificando lo real a lo perfecto.
Y luego llamó a aquellos partidos a que le
ayudasen a crear -¡inocente!- la mayoría de la reina. Si yo trajera a
los otros partidos, los traería precisamente para evitar la mayoría del
príncipe Alfonso.
Porque, después de todo, señores, aquí invocamos
los grandes nombres y, creemos haberlo dicho todo. Washington, el
fundador de la República y de la democracia en América; el probo, el
santo, el gran ciudadano, ¿qué hizo? ¿Cómo fundó la República ? Teniendo
durante su segunda presidencia cinco años de facultades
extraordinarias, y formando su ministerio con republicanos como
Jefferson, que había sido embajador en París y estaba tachado de
jacobinismo, pero con monárquicos como Jackson, que hubiera pasado por
tory en la aristocrática Inglaterra. Aquel hombre llevaba al poder de la
República a todos los partidos, sabiendo mejor que Napoleón aquella
célebre frase: « la República es como el sol; ciego el que no lo ve». A
mí me dan miedo, mucho miedo, los monárquicos con monarca, pero me dan
más risa que miedo los monárquicos que no le tienen.
Yo creo, señores, que urge fundar el partido
conservador republicano; porque si no tenemos muchos matices, no
podremos conservar mucho tiempo la República. Y nosotros tenemos más
cualidades que nadie para ser el partido conservador de la República ,
porque somos los que hemos conseguido ya todo cuanto hemos predicado.
Porque, después de todo, tenemos la democracia; tenemos la libertad,
tenemos los derechos individuales, tenemos la República ; no nos falta
ya nada. ( Rumores en la izquierda ) No nos falta nada de cuanto hemos
predicado; vosotros, los que queréis reunir al mundo para dividirlo
luego en cantones y poner un Contreras en cada uno, sois los que tenéis
aún mucho que desear.
Pero a nosotros con dos reformas nos basta:
primera, la separación de la Iglesia y del Estado; segunda, la abolición
de la esclavitud. ( Una voz : ¿Y la federal?) La federal; eso es
organización municipal y provincial, y hablaremos más tarde; eso no vale
la pena. ( Risas y murmullos ) El más federal tiene que aplazarla por
diez años. ( Una voz ; ¿Y el proyecto?) Lo quemaron en Cartagena. (
Grandes aplausos ) No me diréis que no soy franco ( El Sr. Armentia : Se
acaba la paciencia). ¿Se le acaba la paciencia al Sr. Armentia? Pues,
Sr. Armentia, yo tengo derecho, como S.A., a decir a mi Patria lo que
pienso y lo que siento; la Cámara me juzgará; yo, antes que todo, soy
hombre de honor y de vergüenza. ( Aplausos )
¡Ah! yo sería un traidor si lo dijese esto
delante de una Cámara monárquica para conservar el poder, pero como se
lo digo a una Cámara republicana federal intransigente, tengo en esto
mucha dignidad, mucha elevación y mucha honra. ( Aplausos )
Ya sé yo que me llamaréis apóstata,
inconsecuente, traidor; pero yo creo que hay una porción de ideas muy
justas, que son en este momento histórico irrealizables, y no quiero
perder la República por utopías. Me contento ahora con la República , y
creo que han contribuido mucho a traerla varios partidos, los hombres
políticos que la iniciaron, y a los cuales, sean cualesquiera las
disidencias que de ellos me separen, rendiré siempre fervoroso culto. La
han traído también aquellos partidos que, sea cualquiera el móvil
porque en los móviles no se puede entrar, aquellos partidos, digo, que
en Cádiz levantaron la bandera de la insurrección contra la dinastía de
los Borbones, y creo que esos hombres hicieron más por la República que
todos vuestros marinos cantonales. ( Dirigiéndose a la izquierda.-Risas )
Creo más; creo que contribuyeron a traer la
República los demócratas a quienes tendía tan elocuentemente sus brazos
esta noche el Sr. Labra; ellos divulgaron los derechos individuales,
ellos los implantaron en una Constitución que ha de ser base de todas
las Constituciones futuras.
Y luego digo otra cosa: que el partido
republicano mantenido aquí tan elocuentemente, mantenido fuera de aquí
con tanto valor y pujanza, tiene que transformarse en dos grandes
partidos: uno pacífico, muy pacífico, pero progresivo, muy progresivo, a
quien le parezcan extrañas nuestras ideas: y otro pacífico, nada de
dictatorial, nada de autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal;
demócrata, muy demócrata, pero con un grande instinto de consolidación y
de conservación, porque él tiene que consolidar y conservar la obra más
grande del siglo XIX, la obra de la República. Y así es que en estas
divisiones en que tanto se habla de personalidades, de conciertos, de
diferencias, lo que late, lo que existe ya es el germen de esos grandes
partidos.
Vosotros apartad de la demagogia al pueblo y
hacedle ver que dentro de la República tendrá el pan del alma y el pan
del cuerpo, y nosotros apartemos a los elementos conservadores de la
monarquía y hagámosles ver que en la República tendrán también
garantizados sus legítimos intereses. ( Aplausos ) Hagamos esto,
unámonos todos en una gran fusión, teniendo todos la franqueza de sus
ideas. Si alguno de nosotros pasa en esto por impopular ¡qué remedio
tiene! es muy cómoda, es muy placentera la popularidad. Yo le he
devorado con anhelo, yo la he tenido, creo haberla perdido y creo en
gran parte que merezco perderla, porque si no la perdiera me sentiría
fuera de aquella ley de que a toda realidad acompaña un gran desengaño:
que los Bautistas y los profetas están destinados a ser bendecidos, y
los que gobierna están condenados a ser maldecidos, teniendo que aceptar
noble y virilmente esa maldición.
Y aquí viene como de molde la cuestión de los ejércitos y los obispos.
Hace pocos días en una de las Cámaras prusianas,
le dirigían al príncipe de Bismarck una reconvención por haber cambiado
ideas de secta en ciertas ideas de gobierno y le decían lo que de
seguro me va a decir el señor Armentia: «apóstata». Bismarck contestaba:
«es verdad, pero cuando estaba allí era el jefe de una secta: ahora
estoy aquí y soy el jefe de una nación»; y como soy jefe de una nación,
aunque sin merecerlo, he sostenido en mis manos prerrogativas, las
regalías que por espacio de quince siglos ha tenido la nación española.
Yo no podía ni debía promover un conflicto religioso. Les podrá convenir
a ciertos hombres de Estado de Prusia y de Suiza suscitar conflictos
religiosos, pero a un hombre de Estado español en estas circunstancias,
no le conviene tener un enemigo más en la fe religiosa, que es muy
respetable, tan respetable o más que cualquier filosofía.
Después de todo, figurémonos que el gobierno no
hubiera querido usar de esta prerrogativa; el Papa hubiera nombrado los
obispos y los arzobispos, y entonces el gobierno hubiera tenido que usar
de principios contrarios a la libertad de la Iglesia , impidiendo que
estos obispos, que a los ojos de la ley escrita no eran tales obispos,
hubieran tomado posesión de sus sillas. De suerte que tenía que violar
los principios de la libertad religiosa, si es que a vosotros no os
parece que esos principios no se violan cuando se violan en contra de
los obispos. Es necesario no tener las preocupaciones volterianas, y
después de todo, lo que hemos hecho en esto ha sido dar una nueva prueba
de nuestro acatamiento, así a las leyes del Estado, como a la libertad
de la Iglesia. Porque el argumento de que hay presentado un proyecto de
ley es un argumento baladí, que me extraña haya empleado el señor Labra.
Pues qué, porque se haya traído un proyecto de ley repartiendo los
bienes de propios a censo, ¿no podemos venderlos? Pues lo estamos
vendiendo.
Las leyes no lo son en el régimen parlamentario
hasta que se discuten y aprueban. ¡Pues no faltaba más sino que todos
los delirios que los señores diputados tuvieran por conveniente
presentar sobre la mesa fueran leyes desde luego!
¿Y que digo del ejército, señores diputados?
¿Teníamos nosotros tiempo ni medios para organizarlo de otra manera?
¿Qué era lo urgente? Organizarlo en la forma que se podía. Y créame mi
amigo el Sr. Salmerón; no era posible en aquél momento supremo
improvisar esos medios. Gracias que vimos vestida, armada y equipada en
lo posible una parte de ese ejército, para lo cual hemos tenido que
gastar 400 millones en estos cuatro meses, y ahora hay que aumentar más
ese ejército, porque si no hay 50.000 hombres en las provincias
Vascongadas, 30.000 en Cataluña y 15.000 en el centro, y 15 ó 16.000
caballos, y en vez de esto nos ocupamos en la desorganización del
ejército y en promover la indisciplina, créanlo los señores diputados,
el peligro que no corrieron nuestros padres lo correremos nosotros; pues
mientras nosotros discutimos los mayores o menores grados de
federación, los carlistas se organizan, y si pronto no les ponemos un
ejército bastante a contenerlos, ellos procurarán venir sobre la ciudad
santa de su rey, que es Madrid.
Si por algo lamento con profundo dolor los
sucesos de esa insurrección que ha condenado a los habitantes de una
importante ciudad a abandonarla; que ha abierto los presidios y
convertido esa ciudad en un nido de piratas; que ha traído la
intervención extranjera, y que ayer mismo quemó 50 millones al destruir
la «Tetuán», es porque podríamos haber dispuesto de esa fuerza para
hacer frente a la insurrección carlista; por eso creo yo que la
República no tiene más que un enemigo temible: la demagogia, y entiendo
que es necesario evitarla a todo trance.
Ahora, señores diputados, solo me resta deciros
que, si soy sospechoso al partido republicano, si es que me habéis de
sustituir, lo hagáis pronto; porque si algo me apena es el Poder, y si
alguna cosa me halaga es el retiro de mi hogar, al que llevaré la
satisfacción de haber dado a mi país cuatro meses de paz en lo que me ha
sido posible, y en él pediré a Dios os dé el oportuno acierto para
salvar las dificultades que nos rodean y llevar adelante la República ;
lo que ciertamente no creo pueda conseguirse sin los medios que os acabo
de indicar, y que son los que exige la naturaleza de los sucesos por
que atraviesa la nación, pues delante de la guerra no hay más política
que seguir que la de la guerra.
sábado, 27 de octubre de 2012
José María Blanco White - ( 1822)
El sacerdote sevillano José María Blanco White plantea una vigorosa crítica
de la sociedad española de la época en sus Cartas de España ( 1822):
“La religión, o mejor dicho, la superstición está tan íntimamente ligada a la vida
española, tanto pública como privada, que temo cansarle con mi continua referencia a
ella. la involuntaria sucesión de ideas me obliga a entrar ahora misma en este tema
inacabable (...). La influencia de la religión en España no conoce límites y divide a los
españoles en dos grupos: fanáticos e hipócritas (.. .).
En un país en que la ley amenaza con la muerte o la infamia a todo disidente del
tiránico dogmatismo teológico de la Iglesia de Roma, donde todo el mundo es no sólo
invitado, sino forzado, bajo pena de cuerpo y alma, al cumplimiento de esta ley (...).
¿No están condenados los disidentes ocultos a una vida de degradante sumisión o
desesperado silencio? (...).
Los Grandes de España se han degradado por su servil conducta en la corte y se han hecho odiosos ante el pueblo por su insoportable altanería fuera de ella.
Con su mala administración y sus extravagancias han arruinado sus casas y con el descuido y abandono de
sus inmensas propiedades han empobrecido el país.
Si hubiera una revolución en España estoy seguro de que el orgullo herido y el espíritu de partido les negaría
en la constitución la participación en el poder que le dan derecho sus estados, sus antiguos privilegios...)
Seguirán siendo una pesada carga para el país, y por otra parte, el temor a perder sus excesivos privilegios
y su oposición a aceptar las reformas que deben rehacer sobre todo en ellos y en el clero, los pondrán
siempre del lado de la corona para restaurar los abusos y arbitrariedades de un gobierno despótico(...)
Pocas son las ventajas que un joven puede sacar de los estudios universitarios en
España. Esperar que exista un plan racional de estudios en un país en el que la
Inquisición está constantemente al acecho (...) sería manifestar un desconocimiento
total de las características de nuestra religión (...). ¿Quién se atreverá a caminar por el
sendero de la cultura cuando conduce derechamente a las cárceles de la Inquisición? .
PDF - Cartas de españa
http://clubrepublicano.org/BlancoWhite.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Mar%C3%ADa_Blanco_Crespo_%22Blanco_White%22
de la sociedad española de la época en sus Cartas de España ( 1822):
“La religión, o mejor dicho, la superstición está tan íntimamente ligada a la vida
española, tanto pública como privada, que temo cansarle con mi continua referencia a
ella. la involuntaria sucesión de ideas me obliga a entrar ahora misma en este tema
inacabable (...). La influencia de la religión en España no conoce límites y divide a los
españoles en dos grupos: fanáticos e hipócritas (.. .).
En un país en que la ley amenaza con la muerte o la infamia a todo disidente del
tiránico dogmatismo teológico de la Iglesia de Roma, donde todo el mundo es no sólo
invitado, sino forzado, bajo pena de cuerpo y alma, al cumplimiento de esta ley (...).
¿No están condenados los disidentes ocultos a una vida de degradante sumisión o
desesperado silencio? (...).
Los Grandes de España se han degradado por su servil conducta en la corte y se han hecho odiosos ante el pueblo por su insoportable altanería fuera de ella.
Con su mala administración y sus extravagancias han arruinado sus casas y con el descuido y abandono de
sus inmensas propiedades han empobrecido el país.
Si hubiera una revolución en España estoy seguro de que el orgullo herido y el espíritu de partido les negaría
en la constitución la participación en el poder que le dan derecho sus estados, sus antiguos privilegios...)
Seguirán siendo una pesada carga para el país, y por otra parte, el temor a perder sus excesivos privilegios
y su oposición a aceptar las reformas que deben rehacer sobre todo en ellos y en el clero, los pondrán
siempre del lado de la corona para restaurar los abusos y arbitrariedades de un gobierno despótico(...)
Pocas son las ventajas que un joven puede sacar de los estudios universitarios en
España. Esperar que exista un plan racional de estudios en un país en el que la
Inquisición está constantemente al acecho (...) sería manifestar un desconocimiento
total de las características de nuestra religión (...). ¿Quién se atreverá a caminar por el
sendero de la cultura cuando conduce derechamente a las cárceles de la Inquisición? .
PDF - Cartas de españa
http://clubrepublicano.org/BlancoWhite.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Mar%C3%ADa_Blanco_Crespo_%22Blanco_White%22
Astronomía - Equinocio de otoño
Entre mañana - 23 de sept - y el solsticio el 21 de diciembre la noche se alargará unos 3 minutos cada jornada perdiéndose 2.37 horas de sol
|
El equinoccio de mañana, la jornada en que la noche y el día duran lo mismo, marca el inicio del otoño. Entramos en la época del año en la que la longitud del día se acorta más rápidamente. A nuestra latitud el tiempo en el que el Sol está por encima del horizonte se reduce en casi tres minutos al día, con el consiguiente efecto sobre nuestro reloj biológico.
RAFAEL MONTANER
Con el equinoccio de mañana, la jornada en la que el día y la noche duran lo mismo, comienza el otoño astronómico y entramos en la época del año en que la longitud del día se acorta más rápidamente. A nuestra latitud, el Sol saldrá por las mañanas cada día un poco más tarde y se pondrá antes, con lo que las horas de sol se reducirán en casi tres minutos al día.
Esto se debe a la inclinación del eje de la Tierra con respecto al plano de la órbita elíptica que describe el movimiento de traslación de nuestro planeta al girar alrededor del Sol. Por esta razón existen dos días al año en los que las horas de luz y de oscuridad son iguales (equinoccios), y otros dos en que las diferencias son máximas (solsticios). Así, en el hemisferio norte, el solsticio de invierno es el día más corto, y el de verano, el más largo.
Los efectos de la inclinación del eje terrestre, que también es el origen de las estaciones, son más acusados cuanto más lejos se esté del ecuador. Por eso, en los polos se llegan a tener 6 meses de luz y 6 meses de oscuridad.
Los equinoccios también son los únicos dos días del año en que el Sol sale exactamente por el este geográfico y se pone por el oeste. Los 23,5º de inclinación del eje de la Tierra hacen que tras el equinoccio de otoño de mañana, en nuestro hemisferio, el astro rey comience a salir y ponerse cada vez más hacia el sur, con lo que al hacer un recorrido más corto las horas de luz disminuyen hasta que el solsticio de invierno (21 de diciembre) nos deje el día más corto.
Entonces, el día dejará de llevar alpargatas y empezará a comerle terreno a la noche. Al ascender en latitud el "camino" del Sol, las horas de luz aumentarán cada vez más rápidamente, hasta que vuelva a situarse en la vertical sobre el ecuador celeste el 20 de marzo de 2013, durante el equinoccio que da paso a la primavera. En este punto, el Sol empezará a salir y se ocultará más hacia el norte, por lo que su recorrido será más largo y habrá más horas de luz hasta que en solsticio de verano, el 21 de junio, marque el día más largo y vuelta a empezar otra vez.
El reloj biológico
En este tránsito de casi 90 días entre el equinoccio que trae el otoño y el solsticio que inaugura el invierno, a una latitud como la de Valencia, se perderán 2:37 horas de luz solar. Es decir, que mientras mañana disfrutaremos de 12 horas de sol, el 21 de diciembre sólo tendremos 9:23 horas. Este triunfo de la noche sobre el día condiciona los ritmos de nuestro reloj biológico. El catedrático de Anatomía y Embriologia Humana, Francisco Martínez Soriano, señala que "la reducción de horas de sol que se produce en otoño hace que la glándula pineal del centro de nuestro cerebro genere más melatonina y, por tanto, disminuya nuestra actividad".
La melatonina, continúa, "es la hormona encargada de regular los ciclos de actividad de nuestros órganos". La fabricación de esta sustancia inhibitoria –a más melatonina menos actividad–, esta ligada a nuestros dos grandes relojes biológicos, el núcleo supraquiasmático, que al estar encima del nervio óptico es el primero que detecta la luz, y la glándula pineal con la que está interconectado.
La secreción de melatonina por la glándula pineal, "que a través del hipotálamo y las plaquetas llega a todos los órganos, está regulada por ritmos pulsátiles de minutos, horas, meses o días, como el circadiano que marca el ciclo de vigilia y sueño". Por todo esto, añade Martínez Soriano, "en otoño, al acortarse los días, baja nuestro metabolismo, nos mostramos menos activos y hasta nos cambia el humor".
De ahí la languidez y la tristeza otoñal.
http://www.farodevigo.es/sociedad-cultura/2012/09/22/dia-horas-luz-oscuridad-son-iguales/685435.html
Con el equinoccio de mañana, la jornada en la que el día y la noche duran lo mismo, comienza el otoño astronómico y entramos en la época del año en que la longitud del día se acorta más rápidamente. A nuestra latitud, el Sol saldrá por las mañanas cada día un poco más tarde y se pondrá antes, con lo que las horas de sol se reducirán en casi tres minutos al día.
Esto se debe a la inclinación del eje de la Tierra con respecto al plano de la órbita elíptica que describe el movimiento de traslación de nuestro planeta al girar alrededor del Sol. Por esta razón existen dos días al año en los que las horas de luz y de oscuridad son iguales (equinoccios), y otros dos en que las diferencias son máximas (solsticios). Así, en el hemisferio norte, el solsticio de invierno es el día más corto, y el de verano, el más largo.
Los efectos de la inclinación del eje terrestre, que también es el origen de las estaciones, son más acusados cuanto más lejos se esté del ecuador. Por eso, en los polos se llegan a tener 6 meses de luz y 6 meses de oscuridad.
Los equinoccios también son los únicos dos días del año en que el Sol sale exactamente por el este geográfico y se pone por el oeste. Los 23,5º de inclinación del eje de la Tierra hacen que tras el equinoccio de otoño de mañana, en nuestro hemisferio, el astro rey comience a salir y ponerse cada vez más hacia el sur, con lo que al hacer un recorrido más corto las horas de luz disminuyen hasta que el solsticio de invierno (21 de diciembre) nos deje el día más corto.
Entonces, el día dejará de llevar alpargatas y empezará a comerle terreno a la noche. Al ascender en latitud el "camino" del Sol, las horas de luz aumentarán cada vez más rápidamente, hasta que vuelva a situarse en la vertical sobre el ecuador celeste el 20 de marzo de 2013, durante el equinoccio que da paso a la primavera. En este punto, el Sol empezará a salir y se ocultará más hacia el norte, por lo que su recorrido será más largo y habrá más horas de luz hasta que en solsticio de verano, el 21 de junio, marque el día más largo y vuelta a empezar otra vez.
El reloj biológico
En este tránsito de casi 90 días entre el equinoccio que trae el otoño y el solsticio que inaugura el invierno, a una latitud como la de Valencia, se perderán 2:37 horas de luz solar. Es decir, que mientras mañana disfrutaremos de 12 horas de sol, el 21 de diciembre sólo tendremos 9:23 horas. Este triunfo de la noche sobre el día condiciona los ritmos de nuestro reloj biológico. El catedrático de Anatomía y Embriologia Humana, Francisco Martínez Soriano, señala que "la reducción de horas de sol que se produce en otoño hace que la glándula pineal del centro de nuestro cerebro genere más melatonina y, por tanto, disminuya nuestra actividad".
La melatonina, continúa, "es la hormona encargada de regular los ciclos de actividad de nuestros órganos". La fabricación de esta sustancia inhibitoria –a más melatonina menos actividad–, esta ligada a nuestros dos grandes relojes biológicos, el núcleo supraquiasmático, que al estar encima del nervio óptico es el primero que detecta la luz, y la glándula pineal con la que está interconectado.
La secreción de melatonina por la glándula pineal, "que a través del hipotálamo y las plaquetas llega a todos los órganos, está regulada por ritmos pulsátiles de minutos, horas, meses o días, como el circadiano que marca el ciclo de vigilia y sueño". Por todo esto, añade Martínez Soriano, "en otoño, al acortarse los días, baja nuestro metabolismo, nos mostramos menos activos y hasta nos cambia el humor".
De ahí la languidez y la tristeza otoñal.
http://www.farodevigo.es/sociedad-cultura/2012/09/22/dia-horas-luz-oscuridad-son-iguales/685435.html
Equinoccio
http://es.wikipedia.org/wiki/Equinoccio
Azaña - Paz, Piedad y Perdón
Discurso pronunciado por Manuel Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de Julio de 1938.
Parte final del discurso
: ... todas las guerras, me impide a mi hablar de España en el oren político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día de mañana en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra.
Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con ese espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un pangloss ni voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio, de que "no hay mal que por bien no venga".
No es verdad, no es verdad. Pero es obligación moral, sobre todos los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, de sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que le hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección:
la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.
Azaña - Discurso sobre el problema religioso
El
Sr. Ministro de la Guerra: Señores,
Diputados: Se me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta
cuestión que hoy nos apasiona, con el propósito, dentro de la brevedad de que o
sea capaz, de buscar para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más
útil. De todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte
en esta discusión, aunque no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco
lamentable que se desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr.
Ramos, y que algunos grupos políticos de las Cortes acogieran. Esta enmienda,
merced a la perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en su
discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un
plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la
enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia con el texto que está
sometido a deliberación. No me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a
las reglas de la oportunidad,; pero, de todos modos, para llegar a esta
indicación, a esta salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa
profundamente examinar los dos textos que se contraponen ante la deliberación
de las Cortes: el de la Comisión y el voto particular, buscando más allá del
texto legislativo y de su hechura jurídica la profundidad del problema político
que dentro de ellos se encierra.
A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su norma.
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se necesita una transformación radical del Estado, en la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias.
A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su norma.
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se necesita una transformación radical del Estado, en la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias.
Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La
República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que
fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones
se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a
las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y
disgustos de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que
creen traer y en los temas que a todos nos apasionan.
España ha dejado de ser católica
Cada una
de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable
en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura
parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las
dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de
este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de
ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma
tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)
Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)
España, creadora de un catolicismo
español
España, en
el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e
inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo,
resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del
catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien
distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo
español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y
una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa
la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí
está todavía casualmente la Compañía de Jesús creación española, obra de un
gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo
español ha influido en la orientación del gobierno histórico y político de la
Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la
inversa. Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento
europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento
del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe
cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad
especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el
movimiento superior de la civilización se hace en contra suya y, en España, a
pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el
catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español.
Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da
el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma
numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el
rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)
Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes.
¿Y podía, el Estado español,
podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el pensamiento
desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de la
civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres.
Diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas,
sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi excelente amigo el
Sr. Zulueta en su interesante discurso, si admitimos -digo- que lo característico
del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado imperial
romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo antiguo, el Estado
romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe cristiana y las
disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que
los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la nueva
fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador hispanoromano de mi
tierra todavía sacrificaba a los dioses latinos en los mismos lugares en que
ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir
que los sedimentos se sobreponen por el aluvión de la Historia, y que un
sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en las alturas se ha
evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.
La transformación del Estado español
Estas son,
Sres. Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las que
tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia histórica
de transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva del
espíritu nacional. Y esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin
declaración de guerra; antes al contrario, como una oferta, como una
proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré muy bien es de
considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le
conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que me
interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré de dar
consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo, personalmente, me
guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está más conforme con
el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que se puede hacer
del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y la deformación
más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un propagandista
demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién sabe si como un
precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana, Sres. Diputados, es
una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la conozca que
deje el Evangelio en su alacena que no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que
salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han
entrado en él.»
Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso? Esta posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos? No lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.
Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso? Esta posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos? No lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.
La enmienda del Sr. Ramos
Nosotros
dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la
inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien,
¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del
Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a
ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que
en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la
potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o
varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente
la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la
situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de
la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad
y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente
fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta
enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la
Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto,
perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara
como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta
materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no
hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene
que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra
una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la
Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la
Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien
aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.
Objeciones al discurso de D.
Fernando de los Ríos
¿Qué nos
queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta
cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de
la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en
esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una indecisión,
casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me
llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo llenarse
inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el Concordato; no
lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más
allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a cualquiera, al
que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la iglesia de Roma, y
¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la inferioridad que
produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra esto,
señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución que,
sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado
laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la
acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de
roma; eso para mí es fundamental.
Presupuestos y bienes
Otros
aspectos de la cuestión son menos importantes. El presupuesto del clero se
suprime, evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que
no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor
ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente:
que sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del
presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no vale la pena
de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidar.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidar.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.
El problema de las órdenes
religiosas
En
realidad, la cuestión apasionante, por el dramatismo interior que encierra, es la
de las Ordenes religiosas; dramatismo natural porque se habla de la Iglesia, se
habla del presupuesto del clero, se habla de roma; son entidades muy lejanas
que no tomas para nosotros forma ni visibilidad humana; pero los frailes, las
Ordenes religiosas, sí.
En este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy grande, apasionante, insoluble. Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema antiguo, que consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a la muchedumbre de Ordenes religiosas para que invada la sociedad española? No. Pero yo pregunto: reacción explicable y natural, el otro término del problema y borrar todas las obligaciones que tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular-; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado. (Muy bien.)
La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa hipotética, un supuesto, como el de la salud personal; la salud del Estado, como la de las personas, consiste en disponer de la robustez suficiente para poder conllevar los achaques, las miserias inherentes a nuestra naturaleza. En tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y de la buena justicia: torpezas de gobierno que, por ser el Estado poderoso, denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían con él instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español actualmente.
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República, Esto no tiene un rigor matemático ni puede tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno afortunadamente, no están encajadas en este rigor, sino que depende de la presteza del entendimiento y de la ligereza de la mano para administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno de justicia irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que detenernos en la campaña de reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy bien, muy bien.)
Y como no tenemos frente a las ordenes religiosas ese principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República ¿El rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no sé siquiera si éste es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una por una? No; no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen; aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado.» Estos son los jesuitas. (Risas.)
En este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy grande, apasionante, insoluble. Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema antiguo, que consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a la muchedumbre de Ordenes religiosas para que invada la sociedad española? No. Pero yo pregunto: reacción explicable y natural, el otro término del problema y borrar todas las obligaciones que tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular-; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado. (Muy bien.)
La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa hipotética, un supuesto, como el de la salud personal; la salud del Estado, como la de las personas, consiste en disponer de la robustez suficiente para poder conllevar los achaques, las miserias inherentes a nuestra naturaleza. En tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y de la buena justicia: torpezas de gobierno que, por ser el Estado poderoso, denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían con él instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español actualmente.
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República, Esto no tiene un rigor matemático ni puede tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno afortunadamente, no están encajadas en este rigor, sino que depende de la presteza del entendimiento y de la ligereza de la mano para administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno de justicia irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que detenernos en la campaña de reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy bien, muy bien.)
Y como no tenemos frente a las ordenes religiosas ese principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República ¿El rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no sé siquiera si éste es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una por una? No; no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen; aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado.» Estos son los jesuitas. (Risas.)
Disolución de las órdenes
Pero yo
añado a esto una observación, que, lo confieso, no se me ha ocurrido a mí; me
la acaba de sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: «Las Ordenes
religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases.» Es
decir, que la disolución definitiva, irrevocable, contenida en este primer
párrafo, queda pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no
me parece bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la
Constitución (Muy bien.), no sólo porque es leal, franco y noble decirlo,
puesto que pensamos hacerlo, sino porque, si no lo hacemos, es posible que no
lo podamos hacer mañana; porque si nosotros dejamos en la Constitución el
encargo al legislador de mañana, que incluso podréis ser vosotros mismos, de
hacer una ley con arreglo a estas normas, fijaos bien lo que significa dejar
pendiente esta espada sobre una institución tan poderosa, que trabajará todo lo
posible para que estas Cortes no puedan legislar más. Por consiguiente, yo
estimo que en la redacción actual del dictamen debiera introducirse una
modificación, según la cual este primer párrafo no fuese suspensivo, pensando
en una ley futura, sino desde ahora terminante y ejecutivo.
Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud que pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado.» ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la destrucción de todas las Ordenes religiosas que ellas estimen peligrosas para el Estado.
Ahora bien; en razón de ese principio de prudencia gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los amigos, que los jesuitas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de la República a que clausuren los conventos de estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste su prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado en una operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.
Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud que pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado.» ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la destrucción de todas las Ordenes religiosas que ellas estimen peligrosas para el Estado.
Ahora bien; en razón de ese principio de prudencia gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los amigos, que los jesuitas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de la República a que clausuren los conventos de estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste su prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado en una operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.
Dos salvedades
Tengo que
hacer aquí dos salvedades muy importantes: una suspensiva y otra irrevocable y
terminante. Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se refiere a la
acción benéfica de las Ordenes religiosas. El señor Ministro de Justicia -y él
me perdonará si tantas veces insisto en aludirle; pero la importancia de su
discurso es tal, que no hay más remedio que referirse a él-, el señor Ministro
de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la hermana de la Caridad,
a la que él prestó, indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no
quiero hacer aquí el antropófogo y, por lo tanto, me abstengo de refutar a
fondo esta opinión del Sr. De los ríos; pero apele S.S. a los que tienen
experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes
que visitan las Casas de Beneficencia, y aun a los propios pobres enfermos y
asilados en estos hospitales y establecimientos, y sabrá que debajo de la
aspiración caritativa, que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay,
sobre todo, un vehículo de proselitismo que nosotros no podemos tolerar. (Muy
bien.) Pues qué, ¿no sabemos todos que al pobre enfermo hospitalizado se le
hace objeto de trato preferente según cumple o no los preceptos de la religión
católica? ¿Y esto quién lo hace, sino esta figura ideal, propia para una
tarjeta postal, pero que en la realidad se da pocas veces?
La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la República. La agitación más o menos clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Ordenes religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación de republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo trance. (Muy bien.) A mí queno me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais vosotros, los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina, permitiríais vosotros que un catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias esferas a las cuales están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se propagase en la cátedra de la Universidad española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que en el orden de las ciencias morales y políticas, la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su cultura intelectual y moral, os he de decir que ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes aplausos.)
Si resulta, señores Diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las Ordenes religiosas que estime perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas instituciones, si queda alguna, si las Cortes acuerdan que queda alguna a quienes se les prohíbe adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes se les prohibe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que puedan ser sustituidas por otros organismos del Estado, y a quienes se los obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la República no nosotros valemos gran cosa. (Risas:)
La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la República. La agitación más o menos clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Ordenes religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación de republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo trance. (Muy bien.) A mí queno me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais vosotros, los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina, permitiríais vosotros que un catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias esferas a las cuales están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se propagase en la cátedra de la Universidad española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que en el orden de las ciencias morales y políticas, la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su cultura intelectual y moral, os he de decir que ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes aplausos.)
Si resulta, señores Diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las Ordenes religiosas que estime perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas instituciones, si queda alguna, si las Cortes acuerdan que queda alguna a quienes se les prohíbe adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes se les prohibe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que puedan ser sustituidas por otros organismos del Estado, y a quienes se los obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la República no nosotros valemos gran cosa. (Risas:)
Planteamiento del problema político
Y ahora, señores Diputados, llegamos a la última parte de la
cuestión. Ya he expuesto la posición histórica y política tal como yo la veo;
he penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la
situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta
Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en
ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría
vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una
Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el
sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día
siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este partido
hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. (Muy bien.- Aplausos.)
Ese partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la
gloria de aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de
votar en las Cortes.
Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías. Por tanto, señores Diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho personal, ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una transacción en que se abandonen los principios de cada cual, sino de un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la República..., yo sostengo, señores Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a a sumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque, señores Diputados, no es mi partido el que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)
Este es mi punto de vista, señores Diputados: mejor dicho, este es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué disimular ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el concepto moderno que tiene de la vida española, en la cual de nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su renovación desde la raíz hasta la fronda, y que además supone para todos los republicanos de izquierda una base de inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que todos queremos que sea tranquilo, fecundo y glorioso para los que la administren y defiendan.
Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías. Por tanto, señores Diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho personal, ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una transacción en que se abandonen los principios de cada cual, sino de un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la República..., yo sostengo, señores Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a a sumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque, señores Diputados, no es mi partido el que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)
Este es mi punto de vista, señores Diputados: mejor dicho, este es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué disimular ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el concepto moderno que tiene de la vida española, en la cual de nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su renovación desde la raíz hasta la fronda, y que además supone para todos los republicanos de izquierda una base de inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que todos queremos que sea tranquilo, fecundo y glorioso para los que la administren y defiendan.
Discurso de Azaña sobre el problema religioso <sub>Sábados de la Historia</sub> ~ Hablando República
http://hablandorepublica.blogspot.com.es/2012/09/discurso-de-azana-sobre-el-problema.html
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